Seguí
avanzando por el escarpado paso de la montaña para poder acceder a
la zona situada tras la cumbre misma, donde se vislumbraban todos los
alrededores. El paso por el que iba ser la única senda para
atravesar la gran cordillera que separaba 2 vastas regiones. Por
encima de una altitud determinada, empezaron a caer densas cantidades
de nieve y una niebla espesa cubrió el poco campo de visión que ya
en ese momento tenía. Estaba muy cansado y tenía bastante frío,
pero continué dado la poca distancia que me separaba de la cima.
Hacía dos años que no veía a mi familia ni a mis hijos, y pensar
que dentro de poco tiempo íbamos a estar otra vez reunidos me
impulsó a seguir adelante.
A
la derecha del sendero encontré una cueva que parecía bastante
acogedora, así que decidí quedarme allí hasta que la ventisca
cesara. Eran curiosos los monumentos naturales que se originaban en
una zona en la que convergían dos climas opuestos; uno era una gran
zona desértica, con continuas tormentas, con un clima con grandes
variaciones de temperatura entre el día y la noche. Esto, junto con
el clima de montaña y taiga que había en esta cordillera, provocaba
que se crearan estatuas heladas con figuras concretas de las que
colgaban estalactitas de hielo con una enorme belleza. Esta visión
junto con las ganas de llegar a mi casa, me ayudó a levantarme para
continuar mi periplo de vuelta, mientras la ventisca amainaba y
llegaba hasta el pueblo de la cumbre. Allí, recogí provisiones y
pude ver a mi amada ciudad, con la que me reencontraría dentro de
poco. Me preguntaron unos aldeanos al verme con mi uniforme carmesí,
acerca de la guerra en la que habíamos participado, a lo que les
respondía que habíamos ganado, aunque solo sobrevivimos yo y otro
grupo que perdí en la inmensidad del bravío océano...