Allí
estaba Ana. Como la mayoría de los días se hallaba en su despacho.
Estaba harta de su rutina diaria, despertarse, ir a trabajar,
regresar a su apartamento, comer y pasarse toda la tarde en su sofá
de cuero blanco arropada con su manta de terciopelo rojo y un tarro
de chocolate negro en su mano derecha. Ese día, la cabeza no le
permitía concentrarse en la tonelada de informes que descansaban
cómodamente sobre su mesa de cristal, lo único que hacía era mover
entre sus dedos aquella pluma dorada que había conseguido en la
convención pasada. Cuando las agujas del reloj marcaron las tres,
Ana abandonó su despacho, el eco del portazo resonó como una gran
bola metálica cayendo sobre el suelo y después de eso, la oficina
quedó desierta, oscura, silenciosa, impenetrable.
Atravesó
el rellano que le conducía a su casa, entró, se sentó en el sofá,
la fría sensación del cuero le proporcionó una delicada caricia
sobre las piernas y finalmente, sus ojos se cerraron como dos
portones de acero intentando proteger un castillo. Un pequeño haz de
luz que se filtraba tímidamente por las rendijas de la ventana hizo
que se despertara. Había sufrido un funesto sueño sobre el tópico
bastante conocido: “tempus fugit”, esto le había
hecho reflexionar y darse cuenta de que lo más importante era
aprovechar cada momento de sus vida como si no hubiera un mañana y
eso le dio una idea …