Estaba
amaneciendo y mi hermano Isidre llevaba más de una hora recordándome
que había sido él quien se había quedado, la noche anterior, en la
choza que mi padre había construido para vigilar la cosecha de las
tierras situadas al este del pueblo:
-Andréu,
sabes que padre nos encomendó que cuidásemos de las tierras, y yo
debo acercarme a casa del galeno para que venga a ver a madre que
lleva muchos días padeciendo las fiebres.
Comprendí
que Isidre llevaba razón. Tras desayunar, salí de la casa y dirigí
mis pasos hacia las cosechas; me quedaba una hora de camino.
Jamás
pensé que aquella sería la última vez que vería a mi madre y a
Isidre.
El
cielo estaba sereno, se apreciaba el débil canturreo de los pájaros
y una brisa fresca acariciaba la hierba de los pastos. Me alzaba y
sobre la cumbre más alta, tan solo debía descender y llegaría a mi
destino.
De
pronto y por sorpresa, estalló en mis oídos el sonido de los
aviones sobrevolando Horta de Sant Joan (mi pueblo). Nunca olvidaré
el ensordecedor ruido de las bombas, los motores y las campanas
alertando al pueblo. El miedo me sobrecogió; pese a llevar dos años
viviendo en un país en guerra, no pensé que llegara a vivirla tan
cerca. Corrí desbocado hacia mi casa, pero a medida que me acercaba,
veía a la gente huyendo, atemorizada.
Intenté
avanzar, pero la muchedumbre me arrastró y cuando me di cuenta, ya
me hallaba en el monte. Desorientado y solo; pensando en mis seres
queridos.
El
resto es simple de comprender, soldados del bando sublevado nos
rodearon y nos recluyeron en su campo de concentración. Tras
contemplar como fusilaban a unos cuantos que hasta entonces habían
sido mis vecinos, me dije a mi mismo que este era el final, mas
surgió una posibilidad, a la cual me aferré.
Me uní
al bando nacional hasta el final de la guerra.
Jamás
volví a pisar Horta de Sant Joan. Rehice mi vida en Batea, un pueblo
situado a 30 kilómetros de mi hogar. Allí me casé con Elena y tuve
a mis cuatro hijos: Ignasi, Andrés, Montserrat, y el mayor, Isidre.
Nunca olvidé a mi hermano…
-Abuelo,
¡tenemos que ir a Horta de Sant Joan! –Exclamó mi nieto con una
sonrisa pícara
-Lo
siento Gerard, allí ya no hay nada.
-Pero
abuelo, ¿y si encontramos allí a Isidre?
-Él
murió en el bombardeo.
-Pues
sino, hazlo por mí, quiero conocer el lugar donde creciste.
Poco a
poco fui cediendo, no podía negarle la visita a mi pueblo. Aquella
noche mi hija sacó un billete de autobús para partir al día
siguiente.
Eran
las 8:15 cuando mi nieto picó el timbre. Yo ya lo aguardaba
impaciente, detrás de la puerta, sosteniendo la maleta en una mano y
el sombrero en otra.
Antes
de marcharnos, Elena salió a despedirnos. Mientras esperábamos en
la parada saqué un cigarrillo y lo encendí. Un gélido viento
amenazó con apagarlo pero la llama volvió a avivarse.
-Abuelo,
¿no estás nervioso?
-Más
bien preocupado, no se lo que allí nos espera.
Interfiriendo
en mis últimas palabras, el autobús llegó a la estación. Con
prisas, guardé la maleta y subimos a él. Por las ventanas podía
verse como una espesa neblina se postraba sobre el suelo.
En algo
más de media hora llegamos a Horta. Al descender los dos pequeños
peldaños, mi corazón se estremeció. Todo estaba distinto. Las
casas pequeñas y de una sola planta habían sido sustituidas por
bloques de dos, tres o cuatro plantas, las calles estaban asfaltadas
y decenas de árboles abarrotaban las calles. Mi nieto miró a su
alrededor asombrado:
-¿Aquí
vivías tú, abuelo?
-Si
hijo, si.
Seguimos
andando y llegamos a lo que era mi barrio; el tiempo parecía haberse
detenido en 1938, todo seguía igual. Encontré mi casa y no pude
evitar que mis ojos se humedecieran. En el interior, el sillón de mi
padre se encontraba junto a la ventana, raído y descolorido, las
paredes tenían innumerables grietas y la cocina de leña estaba
hecha trizas. Junto a esta, una parte del tejado derruido.
Me
dirigí a mi habitación y miré si bajo el colchón seguía mi caja.
Allí estaba, cubierta de polvo. La cogí y dentro descubrí una foto
en la que posábamos Isidre y yo.
Permanecí
sentado sobre la cama, sin apenas moverme, recordándolo una y otra
vez. Mientras, Gerard seguía dando vueltas por la casa.
Minutos
después decidí ir a visitar la plaza con la esperanza de que
siguiera igual de bella. Acerté, y aunque no se hallara como siempre
recordé, sus olmos seguían allí, había rosas, cirios, claveles y
un aroma fresco poblaba el lugar.
Desde
la fuente atisbé el viejo colmado abierto, no pude resistirme y
entramos. Una joven bastante guapa atendía el mostrador; en la
trastienda se encontraba alguien, viendo algo en el televisor.
-Déme
dos magdalenas y una bolsa de caramelos, por favor.
De la
recámara emergió una figura que avanzaba lentamente hacia mí,
apoyada en un viejo bastón. Era un hombre mayor, pensé que quizás
podría tratarse de un viejo compañero de escuela:
-Andréu,
¿eres tú?
La voz
me resultó inconfundible.
Era mi
hermano Isidre. Las lágrimas se me saltaban de los ojos. Corrí a
abrazarlo.
Habíamos
pasado 67 años sin vernos, ambos pensábamos que el otro había
muerto pero, el destino, o mi nieto Gerard, han querido que nos
volvamos a ver.