martes, 16 de junio de 2020

HELENA OLIVA MARTÍN. "PÉRDIDAS". PRIMER PREMIO 3º Y 4º ESO. CURSO 2019-2020

Llevo años sintiendo que algo me falta, algo me deja vacío y me obliga a despertarme por las noches para ver si ha regresado a mi vida. Pero no veo. No lo veo por ninguna parte. Se ha ido, y parece no querer volver. Me ha abandonado. Pero la esperanza es lo último que perderé y, sea como sea, lo conseguiré. Y volverás, porque nunca debiste marcharte de mi lado, para empezar.”

Para empezar…

En realidad esto empieza más atrás, antes de perderlo. Siempre tuve una meta, desde que mi padre me hizo entrar en la universidad de medicina de Oxford tuve clara una de mis primeras metas: Acabar la carrera de medicina. 

La universidad fue… Una gran experiencia, me enriqueció como persona y me hizo conocer a la que ha sido el amor de mi vida. Mi gran Sarah. Ella estudiaba para enfermería, aunque más tarde sus grandes logros la hicieron doctora. Venía de una familia muy adinerada que tan solo pudo tener hijas. Si tuvieran hijos seguramente habrían invertido más en este, pero por suerte no fue así. Ella hacía de cada día uno más especial que el anterior. Venía a mí, con su pelo castaño y ondulado recogido en una coleta, mostrando con orgullo su nota del examen más reciente. “¡He sacado 90 en el examen!”. Me explicaba todo lo que aprendía, como si yo no lo estudiara también, pero me ayudaba bastante, yo no era tan brillante como ella. Pero su voz, eso era lo único que quería escuchar. Daba igual lo repetitiva que fuera, por ver su entusiasmo dejaría pasar horas escuchando las mismas palabras. Pero siempre quise que esas dos palabras fueran “te amo”. Porque yo sí quería hacerlo, yo sí quería repetirle “te amo” hasta la saciedad. Susurrarle en el oído por horas y horas hasta quedarme sin voz. Por ella lo haría. Mi amada… Sarah… Te amo.

Como dije, tenía una meta en la universidad. Sarah fue una bendición, pero no era ella lo que venía buscando. Yo quería acabar con la nota más alta vista es aquella universidad, ser un médico prestigioso, de renombre. Un médico nombrado en salones, tema del que hablar. Yo quería prestigio, fama, y ver a todos a mí alrededor.

Al menos tuve a Sarah.

No pude cumplir mi meta, y esta era de un único intento. No acabé con la nota más alta, tampoco la más baja. Yo formaba parte del montón y fui un don-nadie. Nunca me he perdonado por ello, por no esforzarme, por no quedarme suficientes noches en vela, por no poder ver que con aquella nota la media ya no saldría. Y me llené de rabia. Todos los días salía de mis clases lleno de furia, de tristeza y de frustración. Quería gritar y llorar, quería poder desahogarme. Pero llegaba ella. Llegaba Sarah y con su voz me tranquilizaba. Su felicidad era la mía y por mucha envidia que tuviera a sus notas no dejaba que esto me hiciera perder el tiempo con ella. Aprovechaba hasta el último momento, hasta la última gota de ella. Para poder ser feliz, porque sin ella quién sabe, podría haber enloquecido.

La suerte quiso hacer que conociera a Sarah, pero yo quería culpar a la desgracia de no dotarme con una mente capaz de esa nota superior que me diera prestigio.  Al acabar la universidad Sarah y yo nos casamos. Planeamos el evento cuando ya estábamos en la universidad y sus padres al ver que su hija mayor se casaba con un médico estaban encantados. Su padre parecía el más feliz, veía que sus otras dos hijas no mostraban interés alguno en los hombres por lo que la idea de poder tener por seguro que su herencia continuaría era una gran noticia. Sarah fue una bendición y ella me dio el mayor regalo que un hombre puede tener: un hermoso hijo.

Cuando me dio la noticia… Recuerdo llorar, llorar mientras la abrazaba y tocaba su vientre ya crecido. Esperábamos que estuviera embarazada, pero ella enfermaba cada día más, se agotaba enseguida, le dolía todo el cuerpo, la cabeza, la espalda, y temía que nuestro hijo no naciera sano. Al tercer mes siguiente fuimos a la consulta del ginecólogo, el malestar de Sarah me parecía demasiado y temía por lo que pudiera ocurrirle. Midió el vientre de Sarah, había crecido, le preguntó sobre otros síntomas y finalmente declaró: “Señor y Señora Adams, serán padres de un niño sano. La salud de la señora no se verá comprometida más de la de cualquier otra madre sana. Felicidades” Ambos lloramos y yo la abracé. Tenía su vientre al descubierto y toqué su piel con la yema de los dedos. Era suave, hermosa, pálida, fina y contenía a mi hijo. La cuidaba todos los días, como a una reina. Al principio nos reíamos de cómo hace unas semanas me preocupaba innecesariamente y el miedo que tuve, fue una tontería.

Era muy feliz. No llegar a la nota que quería no me supuso nada, no lo necesitaba. Mis padres estaban felices ya que la ambición era mía. Sarah era feliz con su marido e hijo. Yo mismo era feliz.

No necesitaba nada más. Tenía un trabajo estable, dinero, una gran casa en lo alto de una colina, una hermosa mujer y un hijo sano. No pedía nada más. Pero, para colmo, mi hijo era inteligentísimo y ya desde pequeño fue un lector voraz. 

En la mansión había una biblioteca, los dueños no se llevaron los muebles yque estos murieron en la misma casa, en el pueblo a veces salía el tema nombraban lo extraño que era, tonterías, sus antiguos dueños murieron y no tuvieron que llevarse nada. 

Mi hijo aprendía con rapidez. Empezó a escribir y tenía una creatividad apabullante. No queríamos que perdiera estas capacidades o se acostumbrara a una forma de vida conformista. No queríamos que fuera con inferiores, que fuera con otros niños menos capaces que le retrasaron en su proceso de aprendizaje. Por lo que no le llevé al colegio, si no que contratamos a un profesor particular que recorría todo el camino desde la ciudad, sobre la colina, hasta la mansión. Mi hijo aprendía rápido, a sus 8 años ya tenía la inteligencia y conocimientos que yo a los 11. 

Mi vida era felicidad. 

Los estudios de un médico nunca terminan. Siempre aparecen nuevas técnicas o descubrimientos y hay que estar al día con estos. A veces pasaba noches enteras intentando comprender determinada técnica, intentando recordar datos de la universidad que estaban relacionados con el tema que se trataba. A veces era estresante, sí, pero me gustaba asegurarme de que estaba haciendo algo bien con mi carrera. Aunque no fui la mejor nota nunca dejé de tener ambición, no dejé de querer sobresalir. Para ello tenía que aprovechar toda mi vida, estudiar, obtener todo el conocimiento posible sobre mi materia. Pasaba noches enteras con el lápiz en la mano, tomando apuntes, pequeñas explicaciones de otros libros que me pudieran aclarar. A veces el silencio te supera y caes rendido sobre la mesa. No era la primera vez que me pasaba.

Se pudo escuchar un grito por toda la casa, un grito de agonía, de sorpresa, de dolor. Un lápiz en la mano, dando golpes con la goma sobre la mesa, y una cabeza caída no era la mejor combinación. Mi cabeza cayó, y como si el destino así lo hubiera querido el lápiz atravesó mi ojo. La punta, afilada, atravesó poco a poco mi parpado para poder adentrarse en mi cuenca. Era difícil sentirlo, era dolor, eso lo sabía. No veía, lloraba de pánico y dolor, por uno de ellos, el izquierdo, sangre. No era mucha, pero definitivamente sangraba.

Mi mujer entró alborotada al despacho dónde solía estudiar. No retiré el lápiz e intentaba cubrir mi ojo, dejando un hueco entre mis dedos para evitar que el lápiz saliera o penetrara aún más. Dolor y miedo, eso es lo que mejor recuerdo. ¿Moriría? 

Sarah me sujetó y vio mi herida, manchando sus dedos de la sangre que brotaba y caía por mi mejilla hasta mi ropa, manchándola también. Yo no entendía que sucedía, era pánico, miedo, un cúmulo de emociones que me impedían tener el raciocinio necesario para la situación. Finalmente me desmayé.

Pensé que no lo haría, que ese lugar en el que desperté era el cielo, ¿o quizás el infierno? Mi vista era borrosa y la luz me cegaba. Mis ojos por acto reflejo se quisieron cerrar y dar tiempo a adaptarse mejor. Pero había un ojo que no necesitaba eso, que no se ajustaría a la luz porque ya no vería. Llevé las manos a mi ojo izquierdo, y el pánico volvió. Incluso a través de las vendas que lo cubrían podía notar el vacío. Mi ojo no estaba y hacerme a la idea de ello me causaba aún más estrés, miedo, pánico, me hizo hiperventilar y querer engañarme para creer que no era real. Yo tenía mi ojo, esta era una pesadilla por el incidente, yo seguía teniendo el ojo, sí, lo tenía.

Una mujer entró en la sala, vestida de blanco y una diadema blanca también. Se acercó a mí rápidamente, me intenté levantar para ir a ella. “¿Sarah?”. No respondió y se limitó a tranquilizarme, empujar mis hombros a la cama y repetir “shhhh”. Poco a poco me di cuenta de que tan solo era una enfermera y mi mujer estaba entrando ahora mismo junto a un doctor. Mi hijo no estaba, seguramente estaba esperando fuera hasta que Sarah me viera primero. Intenté tranquilizarme, y la enfermera me quitó las manos de los hombros. Mi mujer tenía las manos tapando su boca a modo de sorpresa y rompería en lágrimas en cualquier momento. Fue hacia mí y con toda la calma que pudo me abrazó. La escuchaba sollozar en mi hombro y la sentía acariciar mi pelo, casi compadeciéndose de mí. Correspondí el abrazo algo confundido, ¿qué le preocupaba tanto? Seguía teniendo mi ojo y en cuanto me dieran el alta íbamos a estar en casa, siguiendo con nuestras vidas:

-Señor -dijo el doctor, Sarah se levantó de mi hombro limpiando sus lágrimas- ¿cómo se encuentra?

-Bien. -Reí de forma nerviosa- Solo fue un despiste, no debería tener más importancia. -La enfermera bajó la cabeza con tristeza.

-Quizás, como médico que usted también es, quiera ver la gravedad de la situación.

En uno de los cajones se encontraba un espejo. Me lo tendió y lo cogí con falsa seguridad. Seguía teniendo mi ojo. Giré el espejo. No me había pasado nada. Vi la venda, empecé a quitarla. No era nada serio. Y la dejé caer, y con ella la esperanza de volver a ver.

No había nada, el ojo había sido extraído y solo quedaba una gran cuenca. La podía reconocer, la vi en libros, en los exámenes que hacíamos en las universidades. Nunca pensé que yo fuera a tenerlo. Intenté mantener la calma, pero era imposible. Lo había perdido, ¿dónde habían llevado mi ojo? ¿Por qué lo quitaron? Empecé a negar ligeramente. Llevé mis dedos a la cuenca, era real, el dolor daba igual, podía meter el dedo. 

Miré con el ojo que quedaba a Sarah, bajó la mirada intentando dejar de llorar. El doctor trataba de mantener la compostura pero en sus ojos se veía tristeza y compasión por lo que yo pasaba. La enfermera simplemente estaba con la cabeza lo más gacha posible, intentando no mirarme. 

No era real, solo una pesadilla. Intenté mantener la mente fría, esto no era más que un incidente. Solo era un ojo. Un ojo. Tan solo un ojo. Dejé el espejo en la mesita al lado de la camilla y no miré a nadie, tan solo a los pies de mi cama:

-Tenemos una gran variedad de parches a su disposición, si quiere le puedo traer algunos antes de dejar entrar a su hijo.

-Pónganme el ojo de nuevo -Les reclamé.

-¿Disculpe? -dijo el doctor.

-Quiero que me pongan el ojo de nuevo

-Cariño… -me dijo Sarah- no se puede hacer eso

-Sabes tan bien como yo que sí, hay una operación que hicieron con perros o monos, o ambos. Se puede hacer.

-Voy a por los parches -dijo la enfermera en tomo sumiso mientras se marchaba.

-No podemos hacer tal operación.

-¿Por qué no?

-No pondré en riesgo su vida. Puede vivir con un ojo, cálmese por favor.

-¿¡Como pretendes que me calme!? -levanté la voz

-¡Cariño! -me llamó la atención Sarah- Cálmate por favor, podemos con esto.

La enfermera llegó con tres parches, uno con bordados en un azul brillante de tela negra, uno de terciopelo rojo y el restante era de cuero. Me los tendió:

-No necesito un parche si me hacéis la operación -Empezaba a enfadarme.

-Ya le dije que aquí no se la hará, así que por favor, coja un parche y busque a otro médico que se arriesgue a realizar la operación. Pero déjeme repetirle, no es segura y señora -Se refirió a Sarah- por favor, cuide del señor. Usted lo sabe tan bien como yo, la operación es demasiado peligrosa. -Se despidió de mí con un gesto de cabeza- Vuelvan cuando lo necesiten.

Escuchaba a mi hijo, gritaba para querer entrar. “¡Quiero ver a mi padre!”. E intentaba hacerse paso. No podía dejarle verme en este estado, así que cogí el primer parche de bordado en azul y me lo puse lo mejor que pude. Sarah se encargó de ponerlo mejor y dejamos entrar a mi hijo. Fue conmigo, estaba preocupado:

-¿Estás bien? ¿Puedo ver el ojo?

-No, digo, sí, estoy bien, pero no puedes ver el ojo.

-¿Entonces vamos a casa? ¿Por qué llevas un parche?

-Uhh… -Pensé rápido- Aun no puedo usarlo bien y tengo que ponérmelohasta que mejore, pero dentro de poco volveré a quitármelo y el ojo estará mejor -Le sonreí y Sarah me lanzó una mala mirada.

-Vamos a casa. -interrumpió ella, molesta y triste por mentir a nuestro hijo.

Le besé la frente y me levanté, intentando dar la menor importancia posible a lo sucedido frente a mi hijo. Iba a tener de vuelta mi ojo, buscaría otro doctor. Todos me miraban según caminaba por los pasillos, ¿tan extraño era una persona con parche? Les quité toda la importancia que pude. Tenía que actuar normal frente a todos. No era tan grave. 

Al entrar en la gran mansión una de las criadas se acercó y tendió un telegrama de mis padres. Intentó evitarlo pero miro mi parche con horror y miedo. Se marchó tan rápido como había venido, evitando una situación incómoda. Leí el telegrama:

Hijo, nos han dicho lo sucedido. Sentimos no poder ir, estamos lejos. Te daremos ahorros para los cuidados que necesites.”

No era muy largo, pero se acordaron de mí y me mandaron dinero. Justo lo que necesitaba para pedir una operación a cualquier otro médico dispuesto a realizarla. 

A partir de este día, todos fueron extraños. Mis emociones se agolpaban, no controlaba mi ira, no me concentraba, pero solo quería una cosa: Mi ojo. Estaba seguro de que en cuanto lo tuviera de vuelta volvería a ser el mismo, a ser feliz, a cuidar de mi hijo, estudiar… Tan solo necesito mi ojo de vuelta. 

Solo había llamadas, una detrás de otra. Había revisiones, había muchos médicos. Todos revisaron la cuenca, compararon las posibilidades de sobrevivir a las de resultar en la muerte y ninguno quería hacerlo. Nadie quería cargar con una muerte a sus espaldas, con una mancha en su historial profesional que les tachara de irresponsables y asesinos. Pagaba por cada revisión, con esperanza, nunca la perdí. Cada vez los doctores eran más especializados y reclamaban un pago mayor al anterior. 

Sarah… Casi me olvido de ella. Sarah no me ayudaba, solamente se quejaba, me gritaba, se desesperaba, no me ayudaba ni apoyaba. No sabía que le pasaba, por qué no tenía esperanza. Era obvio que conseguiría mi ojo de nuevo. Nos distanciamos un poco más cada día, y aunque al principio mostraba su postura junto a la del doctor que rechazaba la operación, ahora era indiferente a la situación. No se posicionaba contra mí, y eso era una facilidad. No tenía a nadie en mi contra, no tenía a nadie repitiendo en mi oído que era imposible. ¡Yo sé que no es imposible! Mi hijo simplemente se rindió, yo estaba muy ocupado revisando lo ocurrido en las operaciones previas que implantaron un ojo, las partes del ojo, el mío propio. Ya no jugábamos, ya no le explicaba ni alcanzaba los libros. Así que tan solo se alejó.

Tenía esperanza con este doctor. Era anciano, de barba gris casi blanca, sin pelo en el cuero cabelludo y con gafas. Era el mejor que pude encontrar y reclamaba una gran cantidad, pero me daba igual. Llegó en uno de los mejores coches del momento, se presentó de forma muy profesional y pasó. Le llevé a la sala que terminé acomodando para esas revisiones y empezó a inspeccionar la cuenca. Midió la profundidad y estuvo tomando más notas:

-Ya puede ponerse el parche de nuevo, caballero -Hice caso y le dejé analizar los datos un rato.

-¿Lo hará? -Me miró sin mover la cabeza y negó suavemente.

-No.

-¿Por qué no? Usted puede hacerlo, es el mejor -Era la misma respuesta, una y otra vez.

-Es demasiado peligrosa, nadie aceptaría realizar una operación así con semejante riesgo -Se levantó- Así que si me disculpa, el día de hoy es ocupado y tendré que marcharme ahora. Como le expliqué, el pago tiene que ser de una vez. -Cogió su maletín y se marchó- Tenga un buen día.

Parecía que todos tenían prisa por irse. ¿Por qué? ¿Por qué nadie quería hacerla? Era tan solo una operación y serían recompensados generosamente, se harían un renombre en la comunidad, fama, dinero, ¿por qué no querían? ¿Tanto temían por mi vida que ni siquiera querían pararse a discutirlo? Dios… 

A veces creo que vivo en una pesadilla, una realmente larga. Cada vez que despierto mi mano esta en mi ojo, en el que no puede llorar. Y cuando me levanto no veo como antes, la vida ahora se tornaba gris. Cada día era como el anterior. ¿Cuantos habían pasado? No recordaba nada, todo había perdido importancia. Solo quiero mi ojo, solo quiero recuperarlo. La fe es cada vez más difícil de mantener. La esperanza se va poco a poco con cada doctor y sus “no”, siempre con la misma justificación. 

Mi vida dejó de pertenecerme a mí, mi voluntad ahora pertenecía a mi deseo y capricho. Mi ojo. ¡Solo quiero mi ojo, maldita sea! Pero lo tendré, volveré a ver. Yo sé que volveré a ver esos colores, esa vida. La esperanza nunca me abandonará, no me daré por vencido.

¿Cuánto tiempo había pasado frente al espejo?:

-Fuiste tú, ¿no es así?

Sarah estaba tras de mí, con ropa de calle. Me giré para verla, aún estaba sin camiseta y no me puse nada al despertarme. Mi rutina era ir al baño nada más despertarme. Ahora me daba cuenta, Sarah tenía a su lado una maleta, y sonaban los motores de los coches en la entrada, personas cargando:

-Por supuesto que fuiste tú -Negó con su cabeza- ¿Quien más iría tan desesperado sin mirar una factura? -pausó, dejándome tiempo para hablar, pero tan solo abrí ligeramente mi boca sin saber qué decir. Mordió su labio y miró al suelo, después de nuevo a mí- ¿Quien más dejaría olvidada a su familia por un capricho? -Casi lloraba, y yo no sabía por qué- Nos ibas a llevar a la ruina -Sacó un papel de su bolsillo, arrugado y sucio. Me lo tendió y yo lo recogí- Es la factura del último doctor que te visitó -El coste estaba marcado en números rojos.

-¿Y qué problema hay, cariño? Tenemos dinero de sobra para pagarle.

-Ya no. -Su tristeza se tornaba en ira- ¿Has mirado tu cuenta? ¿Cuánto cobraba tu mujer...? Nos ibas a mandar a la ruina -Afirmó con su cabeza ligeramente, mirando al suelo- Pero no dejaré que nos arrastres ni tu hijo ni a mí en esa ilusión irracional. ¿Cuándo te darás cuenta? -Podía escuchar su nudo en la garganta, sentir ese dolor- ¿Cuándo te darás cuenta de que no puedes volver a tener ese ojo?

-Sarah, tu sa-

-Cállate -Me interrumpió- No tienes que justificar nada, porque me voy -Cogió esa maleta y se dio la vuelta- Consulta a un abogado cuando podrás ver a tu hijo.

Ni siquiera me miró, se fue. Sonaron todos los coches irse, y después un gran silencio. No había nada más que los pájaros en el exterior. Miré la factura de mi mano, habían tomado todo el dinero de mi cuenta y me dejaron una gran deuda. Creo que en su momento no lo pensé bien y me dejé llevar por mis sentimientos… Elegí a quien no debía, a Sarah. Pensaba que ella me quería, que confiaba en mí. Estaba solo, era en estos momentos cuando ella debería haber estado para mí, demostrarme su amor, su confianza. Ahora estaba solo y nadie me quería ayudar. 

No consultaría a ningún doctor más. No podía tampoco. Pero iba a tener de vuelta mi ojo. Iba a tenerlo, no permitiría que este inconveniente lo evitara. Arrugué la factura de nuevo, inundado en rabia.

No debí confiar en Sarah, no debí confiar en ningún profesional, nadie estaba conmigo y nadie me ayudaría. Solo quedaba alguien en quien poder confiar, en mí. Nadie me ayudaría más que yo mismo, nadie podía. 

Empecé a llorar. Mi sollozo sonaba en toda la casa, vacía. Y así se mantuvo varios días. Ahora yo cocinaría mi comida, ahora yo haría mi cama, estaba solo y no tenía a nadie que me ayudara. 

Pasaron días así, buscando en la casa las reservas de comida, llorando, leyendo con dificultad, paseando. La soledad era una tortura, y ese vacío me daba miedo. Yo solo quería una cosa… Yo solo quería mi ojo… Los días pasaron, uno tras otro, iguales. No me podía concentrar, no conseguía ser feliz, no salía al exterior.

Un día me desperté, mirando a mi izquierda y esperando que Sarah estuviera ahí y todo fuera una pesadilla. Pero nunca era así. Fui al baño, sucio y maloliente. Mi barba había crecido pero no tenía sentido alguno recortarla, la dejaba crecer. No contaba días, contaba el largo de mi pelo, el descuidado de la casa. Sí, me miré al espejo, me miré fijamente. Me pareció ver a Sarah tras mí, pero no era más que una ilusión, no era real. 

Me miré al espejo de nuevo, viendo el hueco en mi cara y moviendo la pierna de manera nerviosa. Ya no estaba Sarah, ya no había nadie. Lo analicé, y dejé de temblar. Mi mano se adentraba en el hueco, acaricié con la yema de mis dedos el párpado, y poco a poco me adentraba. Un hueco húmedo, a menos de un centímetro de mi dedo estaba mi cerebro, y si quiera podía atravesarlo con este. No tenía miedo, no tenía asco, porque ya sabía qué hacer. Iba a tener mi ojo de vuelta.

Me fui al jardín, saliendo de mi casa tras… ¿Días? ¿Meses? Daba igual. Era un espacio abierto y la amplitud me sorprendía, pero no me descentraba, sabía lo que buscaba. Cerca estaba la casa de un ganadero, era conocido por su buena carne, la cual se vendía muy bien. Él hacía… ¿Matanzas? Él mataba cerdos. Corrí allí, debía tener algún cerdo muerto. Estaba cansado pero era lo mejor que haría en mi vida, y de una vez por todas tendía mi ojo de vuelta. 

Corrí hasta la pequeña casa del ganadero. Estaba cansado y todo mi cuerpo ardía, pero no permitiría que mis piernas se detuvieran ahora. Toqué a la puerta, pero no debía estar. Entré por mi cuenta a la casa de un desconocido. No sabía dónde estaba nada, era la primera vez que me colaba en algún sitio ilegalmente. Pero nada me detendría ahora. Era una casa pequeña y pude encontrar la habitación en la que realizaba su trabajo. Había un gran cubo con lo que serían los restos, la basura. Fui allí. Los órganos, debía dejarlos allí. Mis manos se mancharon de sangre pero no importaba. El hedor era horrible pero no importaba. Nada importaba, solo el ojo. 

Saqué el dichoso ojo del cubo y lo agarré con ambas manos. Corrí de vuelta a mi casa, pero antes de llegar mis piernas no pudieron más y me dejaron a unos ocho metros de la puerta. Retomaba aire mientras me arrastraba a la puerta con las piernas tambaleando, el latido de mi corazón en mi frente y el aire quemando mis pulmones. 

Llegué a ella y me dejé caer contra la puerta. Mis manos estaban cubiertas de sangre, pero eso daba igual, tenía un ojo, un espléndido ojo. Sonreí por primera vez en mucho tiempo y puse la mano con el ojo en mi pecho desnudo.

Tardé poco en retomar el aliento, al fin iba a tenerlo de vuelta y ver. Me levanté con toda mi fuerza y me dirigí a esa habitación que había adaptado para los doctores. Les tenía todas las facilidades posibles: herramientas, vendajes, pinzas… Cogí el espejo portable y lo puse frente a mí. Me senté donde lo había hecho tantas veces, pero ahora más cerca que nunca de poder tener de vuelta mi ojo. Limpié el ojo y me miré en el espejo. Sabía todo lo necesario… Acerqué el ojo a la cuenca, de repente parecía no saber nada, justo como en los exámenes. Lo introduje y puse bien los párpados. Parecía encajar bien, había funcionado. 

Tenía mi ojo, lo tenía ahí de vuelta. Me levanté y empecé a reír tras tanto tiempo sin poder tenerlo. Nadie había confiado en mí pero ahora les demostraría que fueron unos imbéciles. Nunca perdí la esperanza porque lo sabía, era posible. Todos los doctores fueron unos cobardes, ¡yo mismo pude hacerlo! 

Me miré de nuevo, para observar mi grandiosa obra. El espejo manchado de sangre estaba una vez más frente a mí. Pero aquel ojo no observaba, aquel ojos no se movía. “¡No!” Empecé a gritar, una y otra vez. 

Tiré el espejo, tire las herramientas, la silla. Empecé a romper el espejo con mis manos desnudas, manchadas una vez más de sangre. No había servido de nada, no veía.

Pero solo fue un error, un fallo tonto. No lo había hecho bien, pero volvería a poder ver, no pasa nada. Debía sacarlo para hacer hueco a mi nuevo ojo. Sonreí porque no se había perdido nada. Tenía esperanza. 

Me agaché a por las herramientas, pero todas estaban rotas. No podía sacar el ojo de cerdo de mi cabeza. ¿Cómo lo sacaría? Necesitaba sacar ese sucio ojo de cerdo de la cuenca. Me miré de nuevo, el ojo no miraba a ninguna parte, el iris no era del mismo tamaño, y el color era distinto. ¿Qué haría ahora?

Busqué el parche y me lo puse de nuevo. Necesitaba encontrar algo con lo que quitarlo. Lo intenté con una cuchara, con las pinzas rotas, pero no salía. Era demasiado grande para la cuenca y ya no salía. 

Necesitaba distraerme. No, necesitaba sacarlo. Dios mío ¡¿qué he hecho?! ¿Que debía hacer ahora? Ahora mis días eran peores, eran dolor, eran tormentas y oscuridad. El hedor que pensaba que era de los váteres provenía de mi ojo. El ojo de aquel animal se encontraba mal, pero no, no podía haber sido razonable y limpiarlo concienzudamente ni asegurarme de que estuviera en un buen estado. No, lo introduje sin miramiento alguno y ahora pagaría las consecuencias.

El ojo dolía cada vez más y no podía permitirme un médico, no podía permitirme nada ahora. Me limité a vivir días vacíos, uno detrás de otro. ¿Debía acabar con este sufrimiento, con mi vida? No, aun puedo hacer algo. Aún hay esperanza.

Mi ojo se pudría.

Aún tengo esperanza, no he perdido todo. Puedo ponerme el parche, trabajar y así pagar a un médico que pueda sacar el ojo.

Mi ojo criaba insectos.

Podría trabajar como camarero, o quizás como enfermero y usar mi título, me pagarían mejor. Sí, aún había esperanza para mí.

Mi ojo no era lo único que se pudría.

Aún había esperanza para mí… ¿Verdad?

Todo se pudría, los insectos tomaban la carne de mi cara y los sentía bajo mi piel. Era como un cadáver, pero aún vivo.

Pagaría a un médico, sacaría este ojo. Hay esperanza.

Cada vez era más como un cadáver, y menos vivo.

Tengo esperanza, es lo que nunca perderé. No me rendiré.

Una mañana, no fui al baño. No me miré al espejo. No comí. Porque solo estaba en la cama siendo consumido por los gusanos.

La esperanza es lo último que se pierde.


ADRIÁN BARRADO MARTÍN. "EL ABUELO". ACCÉSIT 3º Y 4º ESO. CURSO 2020-2021

Otro día que transcurría con normalidad. Se notaba una sensación extraña en el ambiente. Estaba algo tranquilo, que es algo poco común, por lo demás era totalmente indiferente. Aunque parecía no haber nadie en la casa, el incómodo silencio que acompañaba a aquella sensación me hacía sentir incómodo. Me levanté de la cama, la habitación estaba completamente a oscuras excepto por un pequeño e intenso haz de luz que se colaba por un agujero en la persiana. Parecía hacer un buen día, por lo que levanté la persiana. Tras ir al baño y lavarme la cara, me quedé contemplando mi rostro frente al espejo del lavabo, como la gran mayoría de las veces, centrándome únicamente en algunos rasgos físicos: el pelo despeinado, las ojeras de no haber descansado apenas, etc, mientras me pregunto quién soy y qué me deparará el futuro. Sé que no hago bien muchas cosas y que tampoco sé qué hacer con todo.

Acercándose el mediodía, no se había escuchado a nadie llegar a casa, suponía que mi madre estaba trabajando y que no llegaría hasta después de las 15:30, que es cuando suele llegar. Mi tío estaría fuera, apenas se de él. Mi hermano y mi abuela… era extraño, apenas salen de casa. Llame por teléfono a mi abuela, su teléfono sonó abajo y, cómo no, otra vez se había dejado el teléfono en casa. Bajé las escaleras que dan al pasillo y vi un pequeño tubo verde que salía de la habitación de mi abuela y cruzaba todo el pasillo hasta el salón. Aquel tubo era inconfundible, pero no sabía qué hacía ahí puesto. Entré en la habitación y vi de nuevo aquellas dos enormes bombonas de metal que hace tanto no veía. Eran las bombonas de oxígeno que utilizaba mi abuelo, tenía que estar todo el día con ellas, apenas podía respirar sin sentir que se asfixiaba. A mi hermano y a mí nos decía que sus pulmones no admitían otro aire. La verdad es que tenía cáncer de pulmón y los tenía en muy mal estado.

Tras recordar todo esto me interrumpió una voz proveniente del salón que dijo “Abre la bombona de oxígeno, Adri” una voz ronca pero con una textura suave, muy tranquilizadora, que a mí me puso los pelos de punta y me aceleró el corazón. Era inconfundible. Sin pensármelo dos veces, abrí la válvula hasta el dos, donde siempre la ponía, después corrí eufórico por el pasillo hasta el salón, directo hacia su sillón, estaba allí, era él, era mi abuelo. Era algo surrealista pero mientras me abalancé sobre él solo me paré a pensar todas las cosas que tenía que contarle y preguntarle. Él me preguntó qué pasaba, como si no se hubiera enterado de nada. Habían pasado casi 8 años desde que él no estaba, aun así yo me sentía muy seguro y feliz.

Empezaron a sonar unas voces de fondo, no las presté mucha atención hasta que mi abuelo empezó a decirme que era un renacuajo como siempre y que tenía que comer más para seguir creciendo, lo mismo que me decía siempre. Escuchando atentamente a mi abuelo, las voces de fondo pasaron a ser gritos cada vez más altos que llegaron a tapar la voz de mi abuelo, lo veía hablar, pero nada más escuchaba las voces. No me enteraba de nada, no aguantaba más, las voces se metían en mi cabeza, lo agarré y pregunté desesperado qué pasaba repetidas veces hasta que, de repente, todo paró. Las voces no se escuchaban, y él no movía los labios. Había un silencio enorme en el que solo se escuchaba los latidos de un corazón que retumbaba. Mi abuelo me miró fijamente a los ojos.

Al rato el latido para.

Una pequeña lágrima sale de su ojo izquierdo, se desliza por su pálido rostro hasta desprenderse y justo al chocar contra el suelo…

Me desperté de un susto. Mi abuela y mi tío estaban discutiendo abajo, mi madre trabajando y mi hermano en su habitación, no había nada ni nadie más.




MARTA GONZÁLEZ MARTÍN. "EL RESCATE DEL MAL". PRIMER PREMIO. 1ºY 2º ESO. CURSO 2019-2020

En unas tierras lejanas, había una antigua aldea que vivía en paz, hasta que un día el príncipe desapareció y su padre, el rey, recibió una carta anónima. En la carta decía que sólo tenían una semana para intentar rescatar al joven a cambio de cederles la aldea a los secuestradores. El rey, asustado y desesperado, les pide a la gente de la aldea que vayan a rescatar a su hijo a cambio de una buena recompensa.

En este poblado había una joven muchacha, llamada Yelena, que soñaba con llegar a ser caballera en la corte del rey. Cuando se enteró de la petición del rey, supo que era la oportunidad de su vida para que su sueño se hiciese realidad. Yelena consiguió convencer a su amigo Walden para que la acompañara en la aventura.

El rey estaba desanimado porque nadie más se había ofrecido, ni siquiera sus caballeros de la corte. Un par de días después, el rey les entregó armaduras, armamento y provisiones para el rescate y la gente del pueblo les deseó suerte en su viaje.

La carta del rey iba acompañada de un mapa, por lo que no tendrían problemas en encontrar el lugar donde se hallaba el príncipe secuestrado.

El primer día fue normal, pero en el segundo, Walden se encontró una nota en un árbol en la que decía “Sabemos que venís a por el príncipe. Largaros o sino moriréis.” Yelena estaba eufórica, ya que quería probar sus técnicas de combate contra ellos, pero Walden estaba muerto del miedo y preocupado por la locura de la joven. Varias horas después, empezó a anochecer, por lo que prepararon un pequeño campamento para pasar la noche. Mientras que cenaban, Yelena escuchó ruidos cerca de su campamento, por lo que decidió investigar. Al mirar cerca de un arbusto, aparecieron cuatro Goblins armados que querían matarlos, pero Yelena los derrotó y los Goblins huyeron. Aquí es cuando se dan cuenta que el secuestrador es el rey de los Goblins, llamado Odo. Todos en el reino le temían por sus grandes ejércitos y sus ansias de conquistar territorios.


Ambos no pudieron dormir en toda la noche, preocupados por una posible emboscada de los Goblins.

Al día siguiente, mientras que comían algo, un tejón les robó varias provisiones, de modo que tuvieron que conseguir alimentos. Walden pescó en un lago y Yelena buscó frutas. De repente, Walden notó que algo se movía en el agua y cuando sacó la cuerda con la que estaba pescando se dió cuenta que en el final de la cuerda había una pequeña flauta, pero estaba muy limpia para haber estado en ese lago mucho tiempo. Walden tocó la flauta y repentinamente, todos los animales que estaban cerca se quedaron dormidos.

Este se lo enseñó a Yelena, que creó un plan perfecto para rescatar al príncipe.

Cuando llegaron a la mazmorra del rey Goblin, vieron que no había nadie cerca del príncipe. Le desataron y salieron sigilosamente para no ser descubiertos. El príncipe Milo estaba enfadado por la tardanza de los rescatadores. Cuando se hizo de noche, acamparon en el campo de nuevo, pero el príncipe se negó, ya que decía que había muchos bichos. Después de un tiempo Milo se muestra más agradecido hacia Walden y Yelena y deciden dormir. En mitad de la noche Yelena escuchó un ruido y se despertó. El rey de los Goblins llegó para llevarse a Milo, pero en este momento, Yelena pone su plan en marcha. Ella derrotó a los demás Goblins, hasta que solo quedó el temido rey Odo. En este momento, Walden comenzó a tocar una suave melodía en la flauta, que durmió a Odo y rápidamente lo ataron. Al día siguiente varios caballeros de la corte llegaron y se llevaron a Odo a las mazmorras del rey. Milo y los rescatadores llegaron sanos y salvos a la aldea, donde el rey los esperaba a todos. A ambos les entregó una gran cantidad de oro, pero a Yelena la hizo comandante de la gran corte del rey, gracias al gran plan que había ingeniado contra el rey de los Goblins.

Tras esto, todos son felices hasta el final de sus días.


lunes, 15 de junio de 2020

PABLO ROZALÉN CANO. "JOJO". ACCÉSIT. 1º Y 2º ESO. CURSO 2019-2020

Nos remontamos al año 1890, en un pequeño pueblo al sur de Japón. Allí se encontraba un chaval llamado Jotaro Kujo Jostar quien, desde pequeño empezó a crecer más rápido que todos los demás niños de su edad y a enfrentarse con chavales más grandes que él, sin temor alguno. Ya, a la edad de doce años, comenzó a pelear en la lucha callejera, donde puede conseguir bastante dinero para solucionar la pobreza que había en su casa. Con catorce años, dejó la lucha y empezó a practicar artes marciales y a manejar la espada. Hasta que, a los diecisiete años, destacando por medir metro y noventa centímetros de altura, dejó todos los entrenamientos y se encerró en su casa sin dar ninguna explicación.

Un día soleado, llegó un viejo ex combatiente al pueblo. A Jotaro le pareció un simple cincuentón cascarrabias que se quejaba de todo. El anciano, fue a la casa de la madre de Jotaro y él se interpuso en su camino nada más verle, pero la madre le explicó que ese anciano, era su abuelo. Jotaro se quedó de piedra, ¡ese saco de carne lleno de recuerdos de la guerra era su abuelo, no me fastidies! Pasaron los días y Jotaro no se cruzó la mirada ni una sola vez con el abuelo. Una tarde, Jotaro quiso volver de nuevo a la lucha callejera. Era una pelea fácil, le tocaba pelear contra un hombre gordo y muy lento, aunque pegaba excesivamente fuerte, así es que, como era más alto y más rápido que él, lo tumbaría en un abrir y cerrar de ojos. En la batalla, como Jotaro había planeado, lo derrotó con un puñetazo directo al estómago, aunque recibió algún que otro puñetazo en la cabeza. Al irse de la pelea, se cruzó con su abuelo, quien le había visto pelear y ni si quiera le saludó, pero esta vez el abuelo no se iba a quedar callado, le paró los pies y le dijo:


-Te espero mañana por la mañana en el jardín de tu casa.

Dicho esto, se fue y dejó a Jotaro con ganas de noquear a ese escombro, que diecisiete años después, había vuelto sin que antes de todo, no le dio ninguna señal de vida. Pero, como era obvio, el joven no tenía ninguna intención de ir. A las cinco de la mañana, fue el abuelo a despertar al chaval. Jotaro, al ver que le había despertado, se volvió a dormir, por lo que el viejo no tuvo piedad y le tiró un cubo lleno de agua fría. Jotaro, impactado y cabreado, se levantó e intentó pegarle, pero no pudo, ya que le paró el puño con el cubo antes de impactarle en toda la boca. El viejo se presentó, se llamaba Joseph y había luchado contra gente muy peligrosa y hasta tuvo que derrotar a tres líderes expertos en la lucha cuando sólo tenía la misma edad que su nieto. Y sin más dilación, el viejo le agarró de la oreja y le llevó hasta el jardín. Le explicó que no peleaba tan bien de lo que él se creía y que era repugnante verle luchar y, hasta insultante, para los que luchan en estas calles, pero tenía talento.

Jotaro tuvo que aguantar dos años de entrenamiento duro y a ese viejo cascarrabias, hasta que pudo pelear por fin en las luchas callejeras. Ese día, Jotaro estaba con su característico rostro frío y firme, listo para machacar a quien fuera y con un buen aprendizaje a sus espaldas. Cuando estaba a punto de entrar a la pelea, estuvo buscando con la mirada a su abuelo, no lo vio por ninguna parte. Pero entonces... ¡se encontró con que su contrincante era Joseph!

- ¿Pero, qué narices hace este aquí?

Pensó Jotaro, mientras se ponía el protector bucal.

-¿Una sorpresa agradable Jotaro? Espero que no, porque te voy a machacar.

Dijo Joseph riéndose. Jotaro se tragó las ganas de partirle la cara antes de que sonara la campana. Pero cuando empezó el combate, Jotaro no alcanzaba al cincuentón porque hacía un giro extraño con la cadera.

- ¿Te gusta como finto, muchacho?

¿Qué había dicho, fintar? No tenía ni idea de lo que era aquello, pero estaba visto que era efectivo en combate cuerpo a cuerpo. Golpe tras golpe, Jotaro sólo era capaz de rozar al aire sin tener un directo certero. Cuando Joseph, en medio combate, le explicó qué era aquel movimiento de cadera y el chico se quedó fascinado. Este movimiento se llama fintar, es un movimiento muy eficaz para esquivar los puñetazos del contrincante sin usar ningún tipo de fuerza y el cual cansaba al adversario por usar una fuerza inservible. Éste se usaba en un antiguo deporte de lucha llamado boxeo. Se trataba de una pelea donde se usaban sólo los puños y poniéndolos en una posición característica para cubrirte y defender toda la parte de la cara y el abdomen.

La pelea siguió y Joseph ya había pegado unos cuantos golpes al joven, quien estaba cansadísimo. Joseph aprovechaba cada instante en que el joven se descubría, hasta que Jotaro tuvo una idea. Fingiría que cada golpe que le diese le provocaría mucho daño y cuando el abuelo se confiara, él le daría un puñetazo en la mandíbula que le quedaría k.o. Como lo pensó, hizo y cada vez el abuelo le pegaba con más fuerza y más rápido para poder tumbar al nieto, hasta que pegó sin cubrirse. El nieto se dio cuenta y le pegó un terrible puñetazo en el hígado que le dejó k.o. Todo el público al ver la bestial remontada del joven empezaron a dar gritos de alegría.


Al día siguiente el viejo Joseph le dio la enhorabuena a Jotaro. Él tenía curiosidad sobre ese deporte, el boxeo y preguntó al abuelo. Joseph le explicó que era un deporte bastante eficaz, como has podido experimentar. Jotaro quiso entrenar centrándose en él, por lo que estuvo un año entrenándolo hasta llegar a dominar los conocimientos de aquel deporte tan bonito y deportivo.

Viajaron a Londres, dónde Jotaro peleó contra algunos boxeadores importantes de la ciudad y empezó a obtener fama. Crearon un mote para él, JoJo, las siglas de Jotaro y Jostar. Allí fue donde verdaderamente triunfó, tanto en el boxeo como en las artes marciales. Años después, tuvo que dejar profesionalmente el deporte ya que, tuvo un hijo llamado Guiorno y tenía que pasar más tiempo con él. Le enseñó el arte de estos deportes igual que se lo enseñó Joseph a él, quien ya estaba muy enfermo. Jotaro prometió a Joseph una cosa antes de su muerte

La próxima leyenda del deporte va a ser Guiorno, te lo juro.

Esas fueron las últimas palabras que logró escuchar el ya anciano Joseph, quien en ese mismo instante lanzó un suspiro de relajación y cerró los ojos para no volver a abrirlos nunca más. Tras su muerte a Jotaro le salió algo que nunca se le había visto, una lágrima de dolor sentimental.