EL
LADO OSCURO DEL BIEN
Estaba tumbado en la
cama de la tercera planta, mirando a través de los cristales como la
Via
Orifici de
Milán se teñía del color cenizo de la noche. Había pasado la
mañana en el box de urgencias, hasta que los calmantes que le habían
suministrado consiguieron aminorar su dolor. Quizás esa noche podría
dormir un poco. Fue entonces cuando el sonido de la manilla de la
puerta, dando paso a la figura atlética del doctor que le había
atendido, le devolvió a la fría habitación de la clínica.
––Tras
las pruebas que le hemos practicado esta mañana, hemos detectado una
anomalía. ¿Podría explicarme usted el origen de la cicatriz que
tiene en el costado?
––Un
accidente de tráfico siendo muy pequeño.
––¿Está
usted seguro?
––Eso
es lo que siempre me han dicho. Intuyo que tiene usted otra
explicación, y desearía escucharla.
––Hemos
observado en las radiografías que usted tiene tres riñones.
––¿Cómo
dice?
––Eso
es lo que yo esperaba que usted me pudiese aclarar. El hecho de esa
anomalía junto con su cicatriz en el costado, me induce a que usted
sea un gemelo, más concretamente siamés.
––No…no
sé qué decirle doctor. Es lo primero que escucho al respecto. Pero,
¿es grave lo que tengo? ––Titubeó con una mezcla de miedo y
desconcierto en la voz.
––En
principio no. El hecho de que no se le haya detectado nada hasta
ahora indica que sus riñones funcionan de manera correcta,
independientemente de que tenga uno más que el resto de las
personas; de hecho, el cólico que sufre no tiene relación alguna
con ese tercer riñón, ya que no es un órgano completo, por lo que
le tendremos esta noche en observación, y si todo continúa según
lo previsto, mañana mismo podrá marcharse a su casa.
El
médico se dio media vuelta y su bata blanca se perdió con el cierre
de la puerta.
Alrededor
de las once de la mañana, Giancarlo Carolini abandonaba la clínica
de la Via
Orfici
agarrado
del brazo de esposa, Francesca Tabanelli. El señor Carolini era un
refutado abogado en Milán, de los mejores, hijo único de una
familia bien posicionada… o eso había creído él siempre. Sin
embargo, el parte médico le había hecho dar muchas vueltas en aquel
duro colchón de la clínica, pensando quién era realmente, y por
qué sus padres jamás le habían dicho nada acerca de que tenía un
gemelo. Sin poder remediarlo, había nacido en lo más profundo de su
ser, incontenible como la mayor de las tempestades, el irrefrenable
deseo de dar con su hermano; y para ello sabía que primero debía
someterse al arduo trabajo que supondría extraerle información a su
madre, una mujer recta, de ideas firmes y muy poco dada a los
sentimentalismos.
A
la tarde siguiente, Bianca se presentó en el piso de la Via
Giusseppe Mengoni de
su hijo. Maquillada y con el pelo oscuro bien recogido, pasó,
apoyándose delicadamente en su bastón, a través de un amplio
corredor hasta el luminoso salón, donde, sentado en su sillón
orejero, aguardaba Giancarlo. Sus gafas permanecían en el arco de su
nariz aguileña, dirigiendo la mirada hacia su regazo, donde sostenía
un ejemplar de “El
nombre de la Rosa”.
La
mujer se aproximó a su hijo, quien levantó la vista al percibir sus
pasos. Los ojos aceitunados de ella parecían haber abandonado la
frialdad de su carácter, y se difuminaban en ellos una especie de
ternura maternal que pocas veces Giancarlo había visto.
––¿Cómo
estás hijo? ––dijo preocupada, a la vez que tomaba asiento en
uno de los sofás de piel.
––Algo
mejor; aún tengo muchos dolores, pero el doctor me dijo que no debía
preocuparme demasiado por ello. En veinte días aproximadamente habrá
pasado todo.
––Me
alegro mucho de que tan solo haya sido un susto. Por cierto, ¿dónde
está Francesca?
––Está
en su despacho, trabajando con su nuevo libro.
La
mujer asintió. En ese momento, Giancarlo dio comienzo a su plan.
––Han
descubierto que tengo tres riñones… y junto con la cicatriz del
costado, el médico me comunicó que todo conducía que era siamés.
––lo soltó sin contemplaciones, y sin tan siquiera levantar la
vista de las hojas del libro.
––Fue
un accidente de tráfico. No lo recordarás porque eras un bebé,
pero fue así.
––No,
madre. A mí pudisteis mentirme durante toda la vida, pero el
dictamen de la clínica no admite otro tipo de explicación. Será
mejor que me cuente la verdad. ––retiró el libro con parsimonia
y giró el cuello hasta clavar sus ojos en los de su madre. Entonces
su voz se tornó piadosa. ––¿No crees que merezco saber quién
soy?
––Siempre
supe que este momento llegaría. Quise contártelo tantas veces,
Giancarlo… mi conciencia me atormentaba, pero siempre había algo
que me impedía hacerlo.
Los
labios de Bianca empezaron a temblar, y dos lágrimas iniciaron el
descenso por sus rugosas mejillas.
––Yo
era incapaz de quedarme embarazada, y llevábamos años tras ello, de
manera que tu padre y yo decidimos… ––su voz estaba quebrada, y
un atisbo de vergüenza corría por ella–– adoptar un niño.
Fuimos hasta el convento de las hermanas Benedictinas de San Antonio,
donde estaba una tía de tu padre, y allí te encontramos a ti, hijo
de una madre soltera. Tenías un hermano…no quise saber el nombre
de aquella pobre criatura, pero tenía un aspecto muy demacrado y la
madre superiora…–––apretaba los ojos con fuerza––– la
madre superiora Filippa nos advirtió de que su salud era muy débil,
sin duda debido a la operación para separaros; de ahí que tú
tengas tres riñones.
Giancarlo
escuchaba atónito, con un nudo en la garganta y otro en el estómago.
La voz de Bianca se vio reducida a un hilo.
––Pudimos
habernos llevado también a tu hermano, pero no lo hicimos… y os
separamos.
Su hijo se puso en
pie con cierta dificultad y abrazó a su madre.
––Necesito que
me digas en qué lugar exacto me cogisteis.
––Fue en
Florencia, en el centro… muy cerca de la catedral. Recuerdo que el
hotel en el que pasamos la noche era el Benivieni,
y estaba a pocos metros del convento.
Una hora más tarde,
con los ánimos más calmados, y después de un café con pastas,
Bianca se despidió de su hijo y Francesca llegó a casa.
Faltaban minutos
para las once y media de la noche, y Giancarlo y Francesca estaban en
la cama, hablando sobre lo que la madre de éste le había confesado.
––Cariño,
necesito que me reserves un vuelo a Florencia para salir en cuanto el
cólico haya remitido; tengo que dar con mi hermano como sea; sé que
está en alguna parte.
––De acuerdo. Me
gustaría mucho acompañarte, lo sabes bien, pero la editorial me
exige el libro para poco más de un mes y voy mal de tiempo. Lo
siento mucho.
––No te
preocupes; te mantendré al tanto de lo que ocurra. Y gracias por
todo, Francesca. ––Le susurró al oído antes de besarle con
pasión en sus tiernos labios.
Era el día 20 de
mayo, y veinticinco días después de ingresar en el box de urgencias
de la clínica de Milán, Giancarlo Carolini embarcó en el avión
con destino a Florencia.
Al salir del
aeropuerto, un taxi le trasladó hasta la puerta del hotel Sina
Villa Medici.
Allí dio cuenta de una ostentosa cena, y ya en su cama, después de
darse una ducha de agua fría, buscó en su teléfono el convento de
San Antonio. Guardó la dirección de la referencia y se recostó
para dormir.
Los rayos de sol de
la mañana aporreaban ya al sueño de Giancarlo Carolini. Tardó en
dormirse, pero sin duda, a las nueve de la mañana, se encontraba muy
descansado. Se puso en pie y se enjuagó los ojos con el agua tibia
del lavabo de mármol; acto seguido se enfundó su traje gris de
Gucci
y
se anudó la corbata. Cogió la cartera y el móvil de la mesilla y
lo llevó hasta el bolsillo interior de su chaqueta. Repasó con
pulcritud la raya de su cabello canoso y salió por la puerta de su
habitación.
Caminó a lo largo
de la calle y pasó junto a la asombrosa catedral renacentista.
Siempre había admirado esa época, sin duda la más próspera del
país italiano, que bautizó a eminencias como Rafael, Miguel Ángel,
Da Vinci o Brunelleschi entre otros. Absorto en todas esas ideas, se
detuvo frente al convento de San Antonio, un edificio de tres plantas
y de estética puramente renacentista.
Llamó con los
nudillos a la puerta. Tres golpes. De inmediato se abrió y emergió
tras ella una figura pequeña, envuelta en los característicos
hábitos blanquinegros.
––Buen día.
––saludó una voz brillante––¿Qué desea?
––Me gustaría
hablar con la madre superiora Filippa.
––Lo lamento
mucho, pero nuestra hermana Filippa nos dejó hace cuatro años.
––dijo con voz quejumbrosa. ¿Qué desea?
––Mi madre
biológica me abandonó en este convento junto con mi hermano, y mis
padres me adoptaron a mí, aunque mi hermano se quedó aquí. Quiero
saber que es de él.
––Se equivoca.
––torció su gesto y su tono se enfrío radicalmente. ––Eso
nunca ha pasado aquí.
Sin más palabras
que esas, y dando por finalizada la conversación, la novicia cerró
la puerta.
Giancarlo
quiso decir algo, pero se limitó a mascullar un improperio entre
dientes. Regresó al hotel, donde, sentado en una de las mesas del
bar, esperando a que el camarero le sirviese un Martini, llamó a su
mujer.
––¿Qué
tal ha ido, cariño? ––se interesó la siempre dulce voz de
Francesca.
––Mal,
muy mal. En el convento una de las monjas me ha dado con la puerta en
las narices nada más preguntar por mi hermano. ––comentó
indignado, en un tono de voz un tanto elevado, aprovechando que el
bar estaba prácticamente vacío.
Entonces
el camarero dejó la copa de su bandeja sobre la mesa y se retiró.
Giancarlo continuó hablando por más de quince minutos mientras daba
unos sorbos al Martini.
Estaba
echándose la noche encima, permanecía sentado en su cama, en
posición reflexiva, pensando en cómo podría avanzar ahora en la
búsqueda de su hermano, cuando un papel se coló por debajo de su
puerta. Con gran desconcierto la abrió, pero en el pasillo solo
estaba esa alfombra azul turquesa. Desplegó la nota:
Puedo ayudarle
con lo del convento. Acuda mañana a las 12:00 al número 37 de la
Via dei Banchi.
No logró salir de
su asombro hasta el momento en que, al día siguiente, se dirigía al
lugar citado. Sabía que, fuera verdad o no, esa era su última
carta.
Las circunstancias
no dejaban de asombrarle. Custodiando la puerta del número 37 estaba
el mismo camarero que le había servido el Martini.
––Ha venido.
––comentó a modo de saludo, dibujando una sonrisa gatuna en su
cara; y averiguando la expresión de incredulidad en el rostro de
Giancarlo Carolini–– No seré yo quien le ayudé a lo que sea que
busque, sino mi tío, él vivió mucho tiempo en aquel convento.
––bajó un poco la voz–– escuché su conversación por
teléfono y recordé todas las historias que mi tío me contaba de
pequeño sobre el convento.
Giancarlo se limitó
a asentir, acompañando el gesto levantando la mano, a modo de
absolución. Los dos hombres subieron por las pequeñas escaleras
hasta la segunda planta.
La
puerta estaba entreabierta y pasaron al hall.
––Tío
Tomasso, aquí está el hombre del que le he hablado. ––voceó
hacia el salón. Se volvió a Giancarlo–– Yo me tengo que ir,
aquí le dejo.
Cerró
la puerta y se perdió escaleras abajo el joven camarero, y una voz
osca le invitó a pasar. Frente a él tenía a un hombre entrado en
años, sin apenas pelo en la cabeza y con una barba descuidada. Se
sirvió una copa de limochello,
encendió un pitillo y se sentó en un ajado sillón, invitando a
Giancarlo con la mano a que hiciera lo mismo en el otro sillón.
––Mi
sobrino me ha comentado que está usted interesado en mi
historia––Inquirió.
––Me
llamo Giancarlo Carolini y busco respuestas. Hasta donde yo sé de mi
vida, mi madre nos dejó a mí y a mi hermano siamés en el convento
de San Antonio, aquí. Le buscó a él. Nos separaron cuando me
adoptaron y me llevaron a Milán.
––¿Usted
es Giancarlo? Podría decirle que le conozco, recuerdo su caso. Su
hermano Giacomo no pudo superar la operación ni, por supuesto, que
lo adoptaran a usted. Yo era un adolescente más allí, en busca de
alguien que nos salvara de aquel infierno.
Fue
un duro golpe para Giancarlo, sus ojos se nublaron; él albergaba la
esperanza de que su hermano estuviese vivo, aunque fuese en malas
condiciones. Pese a ello, se recompuso y volvió a hablar.
––Me
gustaría ver su tumba.
––Mucho
me temo que eso será imposible. ––Tomasso dio una profunda
calada y apuró su vaso; cerró los ojos, como si tuviera un profundo
dolor interno. Su voz se rasgó.
Durante
los quince años que viví en aquel convento, vi cosas que no se
encuentran ni en el mismo infierno, se lo aseguro. Mal alimentaban a
los niños, el dinero que se suponía que era para ayudarnos, lo
utilizaban para su propio bien. Nosotros no éramos niños olvidados,
sino hambrientos y con familias que nos querían…pero ellas
decidían quienes vivíamos y quienes eran adoptados, quienes caerían
en el olvido y quienes serían importantes, ellas que defienden la
igualdad de todos ––soltó un largo suspiro. Aquello le dolía
mucho; habían pasado más de cuarenta años, pero esa herida aún
seguía abierta.
––Pero esto que
me está contando es… es… sencillamente brutal, y totalmente
perseguible, ¿qué ocurría con los niños que fallecían, por
ejemplo, Giacomo?
––Eso no lo sé…
sé que desaparecían en la misma noche y jamás sabíamos dónde
podían estar, pero del convento no salían. Deben estar allí, y por
su descanso final, los deberíamos encontrar.
Desde
que salí de aquel convento no he vuelto a pisar una iglesia, ni a
santiguarme y se me revuelve el estómago cada vez que veo a alguna
monja por la calle. Y sé que, por fortuna, no todas obran de la
misma manera, pero, ¿cómo puedo creer en un Dios que permite estas
cosas? ¿cómo voy a confiar en ninguna clériga, si he visto a
decenas de ellas dejando morir y enterrando niños con sus propias
manos?
Giancarlo estaba
mudo, y los vellos de su brazo, pues las mangas estaban arremangadas,
parecían estacas. Tomasso abrió de repente los ojos, y aquel azul
intenso se veía entorpecido por un rojo que amenazaba con comenzar a
desbordar lágrimas.
Salió de aquel piso
con la mayor impresión de su vida, no sin antes agradecerle el
enorme esfuerzo al señor Tomasso. Estaba vivo por pura casualidad;
perfectamente podía haber sido él quien hubiera quedado mal en la
operación, y no su hermano, y hubiera sido él quien habría sufrido
el trágico final que les brindaban aquellas monjas.
Sacó
el teléfono de su bolsillo y marcó a un detective privado. Le puso
al tanto de la situación de aquel convento y le exigió que llegara
al final de todo, costase lo que costase. El dinero no le importaba
lo más mínimo.
Llamó
a su mujer y la avisó de que regresaría esa misma tarde a casa.
Ya
en el hotel recogió sus maletas y se despidió del barman, que
estaba trabajando.
Salió con su
pequeña maleta, cuyas ruedas rebotaban en el empedrado de las
calles.
Su
sensación era extraña; sentía que, en cierta medida, impartiría
justicia, y gente como Tomasso quedaría en paz, aunque, por otro
lado, jamás conocería a su hermano, pues aquellos que defendían el
bien en el mundo, se lo habían arrebatado.
Años
más tarde:
HALLAN
UN GRAN NÚMERO DE NIÑOS ENTERRADOS EN UNA FOSA COMÚN BAJO EL
CONVENTO DE SAN ANTONIO, EN FLORENCIA.
Al
menos 800 niños de entre 35 semanas de gestación y 10 años, fueron
hallados en 20 cámaras distintas del antiguo orfanato de las monjas
benedictinas del convento florentino de San Antonio.
(Adaptación
de una noticia real)