El sol se levantaba por el
horizonte, como todas las mañana de primavera, el ambiente era
caluroso y húmedo. Trina se despertó cuando los rayos solares le
golpearon en la cara, era su despertar matutino. Se levanto despacio,
cual tortuga, se frotó los ojos y bostezó un par de veces. Caminó
hasta la puerta para salir al exterior, quería ver como amanecía.
Trina vivía en un acantilado al lado del mar, ella sola. No tenía
familia, vecinos ni amigos, pero no le importaba, le gustaba su vida.
Después del espectáculo de
luces y el sonido de las sucias olas rompiendo que la naturaleza la
regalaba todos los días, volvió a entrar en casa y se vistió. Una
camisa de tirantes holgada y unos vaqueros. No desayunó, se despertó
sin apetito, pero eso era normal. Cogió su bicicleta y bajó el
camino que llevaba a un poblado, un viejo poblado. Calles sucias,
basura por todas partes, ni un solo niño en la calle. Trina
detestaba ese lugar, las personas que había por la calle eran
marionetas tristes y sin color, pocas muy pocas marionetas. Los
habitantes ya no salían a pasear, jugar, cantar o bailar. Ellos tan
solo corrían para no llegar con retraso a su trabajo, su estúpido y
aburrido trabajo. Con su bicicleta Trina recorrió cada calle del
pueblo, como todas las mañanas. No necesitaba nada, solo quería
observar, observar como todas las casas eran iguales, del mismo gris,
oler el desagradable olor de toda aquella basura, escuchar los
interminables silencios y echar de menos los colores de la flores, ya
que no había ninguna.
Moscas, los únicos animales
que allí sobrevivían. Incluso ellas eran asesinadas por nosotros,
el ser humano. Lo conseguimos, destruimos todo: Los verdes bosques,
las limpias aguas, los hermosos animales, los fuertes suelos y, hemos
apresado al viento que nos hizo libres. Ahora es imposible, no
podremos arreglar tantos errores. Es demasiado tarde para curar a
nuestra madre, nuestra no tan querida madre naturaleza. No escuchará
más, ya no. Cuando el mundo entero estalle, será única y
exclusivamente culpa nuestra.