El pregonero terminó de
decir los cargos y derechos, y en ese momento, el verdugo accionó la
palanca del patíbulo, que hizo que unas trampillas se abrieran para
que los condenados cayeran al vacío. Muchos se partían el cuello
con la soga y morían al instante, pero otros se resistían y sufrían
ahogándose hasta que la parca se los terminaba de llevar.
Enseguida, los guardias
hicieron pasar a otro grupo de personas, y los verdugos se encargaban
de pasar la soga al cuello de los que iban a ser sentenciados a
muerte. Uno de los ajusticiados, un chico joven de melena castaña y
rostro descompuesto por el miedo, la culpa y el arrepentimiento que
llevaba encima, llevaba algo entre las manos, atadas por grilletes al
frente. Parecían las cuentas de un rosario de madera roto, y lo
hacía pasar entre sus dedos mientras murmuraba lo que podía ser una
oración, pidiendo a Dios que le salvara de la muerte, o que le
acogiera tras su arrepentimiento.
Mientras tanto, el
pregonero seguía vociferando cargos y leyes violadas, con sus
respectivas sentencias. Palabras absurdas, dado que la sentencia
siempre era la pena capital.
Me encaminaba,
encadenado, hacia mi destino, con mis cavilaciones que no habrían de
durar mucho más, para que dieran paso a asimilar lo que me iba a
suceder. De vez en cuando me quedaba mirando a algún que otro
guardia, o los carros llenos de cadáveres que abandonaban el
recinto. La fila avanzaba, y por casualidad vislumbré a un infante.
Un niño que apenas rozaría los trece años de edad, con unos
harapos que cubrían el delgado cuerpo que poseía.
Sin poder evitarlo, pensé
en que cómo podía un niño haber cometido algún delito.
Normalmente siempre se dice que los niños son inocentes y merecen
perdón, pero sin embargo, ahí estaba, esperando a que la cuerda le
asfixiara hasta la muerte.
La fila continuaba
avanzando, lenta pero inexorable. Continuaba mirando al niño, que
parecía tener asumida su suerte. Algo sorprendente, dado que yo
estaba acongojado por tan solo tener que pasear descalzo ante la
atenta mirada de ciudadanos que esperaban con ganas mi muerte, y la
de todos los criminales que había encadenados, todos por una cadena
que sujetaba pies y manos, pero que dejaban algo de libertad de
movimiento, aunque tampoco mucha. Probablemente eso sería nuestro
último regalo, poder dejar que el viento se deslice entre nuestros
dedos antes de que terminemos dentro de una caja por los restos.
Aunque no todos teníamos ese privilegio, algunos iríamos a parar a
una fosa común, donde decenas de cadáveres desconocidos entre ellos
se apelotonarían y pudrirían juntos.
Algo nubló mi mente, y
casi de manera automática comencé a rememorar mis inicios en los
robos y hurtos. Comencé siendo un niño, tal y como podría ser
aquel que ya estaba siendo preparado para ser ahorcado, y terminaré
con apenas veinte años. Igual es algo cruel, puesto que no he
obtenido ni un juicio justo, ni una segunda oportunidad. La justicia
está corrompida por aquellos a quienes nosotros mismos elegimos, o
directamente nos obligan a elegir.
Mis andanzas con gente el
doble de mayor que yo, mis furtivos y breves romances… Todo me
llegaba a la cabeza en ese momento. Casi podía componer una
secuencia que narrara mi vida entera, una vida que había estado
llena de peligros y carente de lujos.
El ruido de la palanca
accionándose, las trampillas abriéndose y las cuerdas tensándose
cada vez se tornaba más y más audible, lo que indicaba que ya
estaba bastante cerca del cadalso. Podía escuchar todos los detalles
de tan cruel método de justicia. Los murmullos de los condenados, el
crujir de los tablones al ser pisados y hasta casi podía sentir la
respiración del verdugo que sin miramientos hacía funcionar el
mecanismo que daba muerte a la que yo consideraba como mi gente. Es
algo común entre nosotros: no nos conocemos, pero sabemos que somos
familia.
Sin poder retrasarlo más,
comencé a subir los peldaños de la estructura tambaleante de
madera, arrastrando una cadena que no tenía fin y que tenía a todos
los próximos visitantes del patíbulo conectados.
Noté cómo el verdugo
respiraba en mi nuca, mientras hacía pasar la gruesa cuerda por mi
cuello. Era muy áspera y dura, parecía que hasta el mismo material
compartía semejanzas con los jueces, inflexibles y crueles.
Me despedía en silencio
de todo lo que había conocido y de todo lo que me faltaba por
conocer, mientras cerraba los ojos en pos de intentar sentir lo menos
posible hasta mi fallecimiento. Comencé una cuenta atrás, empezando
desde el quince hasta el cero, número que nunca llegó.
Percibí cómo el
ejecutor posaba su tosca mano en la palanca que firmaría mi
sentencia final y apreté los labios para que todo pasara cuanto
antes.
No sucedió nada durante
unos segundos. Iba camino del tres cuando en la lejanía se escuchó
un disparo, lo que me sobresaltó e hizo que mirara a los lados de
manera presurosa, para dar cuenta de lo que había pasado: habían
asesinado a mi asesino. Un agujero de bala en plena frente se hacía
notar, y abría paso a la sangre, que se escurría entre las tablas
del suelo.
De nuevo, segundos
pasaron, hasta escuchar un rudo golpe que nos hizo ponernos más
nerviosos todavía. La reja que separaba el patio de ejecuciones con
las calles había caído, y ahora entraban al galope muchos hombres,
que comenzaron a tirotear con pistolas de chispa y a arrollar a los
guardias. Creía que se trataba de una batalla, pero no caía en
cuenta de que no se había anunciado ninguna guerra, ni que tampoco
los presos estaban siendo masacrados. Todo indicaba a que las
tiranías políticas y las corruptelas estaban a punto de ser
erradicadas: había comenzado una revolución.
Pronto fui liberado de
mis ataduras por unos hombres, que también habían liberado ya a
gran parte de los presos, que ahora se rebelaban contra sus captores.
Corrí liviano entre el
caos, palpándome las muñecas para calmar el dolor de los grilletes
por su apretura y peso, hasta alcanzar un solitario caballo que
parecía estar esperándome. Me subí y tomé las riendas, hincando
mis maltratados talones en su lomo para indicarle que se echara a
galopar.
Poco a poco los ruidos se
fueron sofocando, y tras romper mi largo silencio, ofrecí mi propia
sentencia: «Al diablo con todo. No pienso formar parte de esta
revolución. Yo me largo para ver mundo, y no tener que imaginármelo
en el cadalso