martes, 28 de mayo de 2019

DANIEL LÓPEZ MARTÍN. "LA EJECUCIÓN". PRIMER PREMIO. 3º Y 4º ESO. CURSO 2018-2019


El pregonero terminó de decir los cargos y derechos, y en ese momento, el verdugo accionó la palanca del patíbulo, que hizo que unas trampillas se abrieran para que los condenados cayeran al vacío. Muchos se partían el cuello con la soga y morían al instante, pero otros se resistían y sufrían ahogándose hasta que la parca se los terminaba de llevar.

Enseguida, los guardias hicieron pasar a otro grupo de personas, y los verdugos se encargaban de pasar la soga al cuello de los que iban a ser sentenciados a muerte. Uno de los ajusticiados, un chico joven de melena castaña y rostro descompuesto por el miedo, la culpa y el arrepentimiento que llevaba encima, llevaba algo entre las manos, atadas por grilletes al frente. Parecían las cuentas de un rosario de madera roto, y lo hacía pasar entre sus dedos mientras murmuraba lo que podía ser una oración, pidiendo a Dios que le salvara de la muerte, o que le acogiera tras su arrepentimiento.


Mientras tanto, el pregonero seguía vociferando cargos y leyes violadas, con sus respectivas sentencias. Palabras absurdas, dado que la sentencia siempre era la pena capital.

Me encaminaba, encadenado, hacia mi destino, con mis cavilaciones que no habrían de durar mucho más, para que dieran paso a asimilar lo que me iba a suceder. De vez en cuando me quedaba mirando a algún que otro guardia, o los carros llenos de cadáveres que abandonaban el recinto. La fila avanzaba, y por casualidad vislumbré a un infante. Un niño que apenas rozaría los trece años de edad, con unos harapos que cubrían el delgado cuerpo que poseía.

Sin poder evitarlo, pensé en que cómo podía un niño haber cometido algún delito. Normalmente siempre se dice que los niños son inocentes y merecen perdón, pero sin embargo, ahí estaba, esperando a que la cuerda le asfixiara hasta la muerte.

La fila continuaba avanzando, lenta pero inexorable. Continuaba mirando al niño, que parecía tener asumida su suerte. Algo sorprendente, dado que yo estaba acongojado por tan solo tener que pasear descalzo ante la atenta mirada de ciudadanos que esperaban con ganas mi muerte, y la de todos los criminales que había encadenados, todos por una cadena que sujetaba pies y manos, pero que dejaban algo de libertad de movimiento, aunque tampoco mucha. Probablemente eso sería nuestro último regalo, poder dejar que el viento se deslice entre nuestros dedos antes de que terminemos dentro de una caja por los restos. Aunque no todos teníamos ese privilegio, algunos iríamos a parar a una fosa común, donde decenas de cadáveres desconocidos entre ellos se apelotonarían y pudrirían juntos.

Algo nubló mi mente, y casi de manera automática comencé a rememorar mis inicios en los robos y hurtos. Comencé siendo un niño, tal y como podría ser aquel que ya estaba siendo preparado para ser ahorcado, y terminaré con apenas veinte años. Igual es algo cruel, puesto que no he obtenido ni un juicio justo, ni una segunda oportunidad. La justicia está corrompida por aquellos a quienes nosotros mismos elegimos, o directamente nos obligan a elegir.

Mis andanzas con gente el doble de mayor que yo, mis furtivos y breves romances… Todo me llegaba a la cabeza en ese momento. Casi podía componer una secuencia que narrara mi vida entera, una vida que había estado llena de peligros y carente de lujos.

El ruido de la palanca accionándose, las trampillas abriéndose y las cuerdas tensándose cada vez se tornaba más y más audible, lo que indicaba que ya estaba bastante cerca del cadalso. Podía escuchar todos los detalles de tan cruel método de justicia. Los murmullos de los condenados, el crujir de los tablones al ser pisados y hasta casi podía sentir la respiración del verdugo que sin miramientos hacía funcionar el mecanismo que daba muerte a la que yo consideraba como mi gente. Es algo común entre nosotros: no nos conocemos, pero sabemos que somos familia.

Sin poder retrasarlo más, comencé a subir los peldaños de la estructura tambaleante de madera, arrastrando una cadena que no tenía fin y que tenía a todos los próximos visitantes del patíbulo conectados.

Noté cómo el verdugo respiraba en mi nuca, mientras hacía pasar la gruesa cuerda por mi cuello. Era muy áspera y dura, parecía que hasta el mismo material compartía semejanzas con los jueces, inflexibles y crueles.

Me despedía en silencio de todo lo que había conocido y de todo lo que me faltaba por conocer, mientras cerraba los ojos en pos de intentar sentir lo menos posible hasta mi fallecimiento. Comencé una cuenta atrás, empezando desde el quince hasta el cero, número que nunca llegó.

Percibí cómo el ejecutor posaba su tosca mano en la palanca que firmaría mi sentencia final y apreté los labios para que todo pasara cuanto antes.

No sucedió nada durante unos segundos. Iba camino del tres cuando en la lejanía se escuchó un disparo, lo que me sobresaltó e hizo que mirara a los lados de manera presurosa, para dar cuenta de lo que había pasado: habían asesinado a mi asesino. Un agujero de bala en plena frente se hacía notar, y abría paso a la sangre, que se escurría entre las tablas del suelo.

De nuevo, segundos pasaron, hasta escuchar un rudo golpe que nos hizo ponernos más nerviosos todavía. La reja que separaba el patio de ejecuciones con las calles había caído, y ahora entraban al galope muchos hombres, que comenzaron a tirotear con pistolas de chispa y a arrollar a los guardias. Creía que se trataba de una batalla, pero no caía en cuenta de que no se había anunciado ninguna guerra, ni que tampoco los presos estaban siendo masacrados. Todo indicaba a que las tiranías políticas y las corruptelas estaban a punto de ser erradicadas: había comenzado una revolución.

Pronto fui liberado de mis ataduras por unos hombres, que también habían liberado ya a gran parte de los presos, que ahora se rebelaban contra sus captores.

Corrí liviano entre el caos, palpándome las muñecas para calmar el dolor de los grilletes por su apretura y peso, hasta alcanzar un solitario caballo que parecía estar esperándome. Me subí y tomé las riendas, hincando mis maltratados talones en su lomo para indicarle que se echara a galopar.

Poco a poco los ruidos se fueron sofocando, y tras romper mi largo silencio, ofrecí mi propia sentencia: «Al diablo con todo. No pienso formar parte de esta revolución. Yo me largo para ver mundo, y no tener que imaginármelo en el cadalso