lunes, 15 de mayo de 2017

JULIO CÉSAR NORA RUBIO. "67 AÑOS TRAS LA GUERRA". PRIMER PREMIO. PRIMER CICLO ESO. CURSO 2014-2015 (ÍNTEGRO)

Estaba amaneciendo y mi hermano Isidre llevaba más de una hora recordándome que había sido él quien se había quedado, la noche anterior, en la choza que mi padre había construido para vigilar la cosecha de las tierras situadas al este del pueblo:

-Andréu, sabes que padre nos encomendó que cuidásemos de las tierras, y yo debo acercarme a casa del galeno para que venga a ver a madre que lleva muchos días padeciendo las fiebres.

Comprendí que Isidre llevaba razón. Tras desayunar, salí de la casa y dirigí mis pasos hacia las cosechas; me quedaba una hora de camino.
Jamás pensé que aquella sería la última vez que vería a mi madre y a Isidre.

El cielo estaba sereno, se apreciaba el débil canturreo de los pájaros y una brisa fresca acariciaba la hierba de los pastos. Me alzaba y sobre la cumbre más alta, tan solo debía descender y llegaría a mi destino.

De pronto y por sorpresa, estalló en mis oídos el sonido de los aviones sobrevolando Horta de Sant Joan (mi pueblo). Nunca olvidaré el ensordecedor ruido de las bombas, los motores y las campanas alertando al pueblo. El miedo me sobrecogió; pese a llevar dos años viviendo en un país en guerra, no pensé que llegara a vivirla tan cerca. Corrí desbocado hacia mi casa, pero a medida que me acercaba, veía a la gente huyendo, atemorizada.
Intenté avanzar, pero la muchedumbre me arrastró y cuando me di cuenta, ya me hallaba en el monte. Desorientado y solo; pensando en mis seres queridos.

El resto es simple de comprender, soldados del bando sublevado nos rodearon y nos recluyeron en su campo de concentración. Tras contemplar como fusilaban a unos cuantos que hasta entonces habían sido mis vecinos, me dije a mi mismo que este era el final, mas surgió una posibilidad, a la cual me aferré.
Me uní al bando nacional hasta el final de la guerra.
Jamás volví a pisar Horta de Sant Joan. Rehice mi vida en Batea, un pueblo situado a 30 kilómetros de mi hogar. Allí me casé con Elena y tuve a mis cuatro hijos: Ignasi, Andrés, Montserrat, y el mayor, Isidre. Nunca olvidé a mi hermano…

-Abuelo, ¡tenemos que ir a Horta de Sant Joan! –Exclamó mi nieto con una sonrisa pícara
-Lo siento Gerard, allí ya no hay nada.
-Pero abuelo, ¿y si encontramos allí a Isidre?
-Él murió en el bombardeo.
-Pues sino, hazlo por mí, quiero conocer el lugar donde creciste.

Poco a poco fui cediendo, no podía negarle la visita a mi pueblo. Aquella noche mi hija sacó un billete de autobús para partir al día siguiente.

Eran las 8:15 cuando mi nieto picó el timbre. Yo ya lo aguardaba impaciente, detrás de la puerta, sosteniendo la maleta en una mano y el sombrero en otra.

Antes de marcharnos, Elena salió a despedirnos. Mientras esperábamos en la parada saqué un cigarrillo y lo encendí. Un gélido viento amenazó con apagarlo pero la llama volvió a avivarse.

-Abuelo, ¿no estás nervioso?
-Más bien preocupado, no se lo que allí nos espera.

Interfiriendo en mis últimas palabras, el autobús llegó a la estación. Con prisas, guardé la maleta y subimos a él. Por las ventanas podía verse como una espesa neblina se postraba sobre el suelo.
En algo más de media hora llegamos a Horta. Al descender los dos pequeños peldaños, mi corazón se estremeció. Todo estaba distinto. Las casas pequeñas y de una sola planta habían sido sustituidas por bloques de dos, tres o cuatro plantas, las calles estaban asfaltadas y decenas de árboles abarrotaban las calles. Mi nieto miró a su alrededor asombrado:

-¿Aquí vivías tú, abuelo?
-Si hijo, si.

Seguimos andando y llegamos a lo que era mi barrio; el tiempo parecía haberse detenido en 1938, todo seguía igual. Encontré mi casa y no pude evitar que mis ojos se humedecieran. En el interior, el sillón de mi padre se encontraba junto a la ventana, raído y descolorido, las paredes tenían innumerables grietas y la cocina de leña estaba hecha trizas. Junto a esta, una parte del tejado derruido.
Me dirigí a mi habitación y miré si bajo el colchón seguía mi caja. Allí estaba, cubierta de polvo. La cogí y dentro descubrí una foto en la que posábamos Isidre y yo.

Permanecí sentado sobre la cama, sin apenas moverme, recordándolo una y otra vez. Mientras, Gerard seguía dando vueltas por la casa.

Minutos después decidí ir a visitar la plaza con la esperanza de que siguiera igual de bella. Acerté, y aunque no se hallara como siempre recordé, sus olmos seguían allí, había rosas, cirios, claveles y un aroma fresco poblaba el lugar.

Desde la fuente atisbé el viejo colmado abierto, no pude resistirme y entramos. Una joven bastante guapa atendía el mostrador; en la trastienda se encontraba alguien, viendo algo en el televisor.

-Déme dos magdalenas y una bolsa de caramelos, por favor.


De la recámara emergió una figura que avanzaba lentamente hacia mí, apoyada en un viejo bastón. Era un hombre mayor, pensé que quizás podría tratarse de un viejo compañero de escuela:

-Andréu, ¿eres tú?

La voz me resultó inconfundible.
Era mi hermano Isidre. Las lágrimas se me saltaban de los ojos. Corrí a abrazarlo.

Habíamos pasado 67 años sin vernos, ambos pensábamos que el otro había muerto pero, el destino, o mi nieto Gerard, han querido que nos volvamos a ver.