miércoles, 17 de mayo de 2017

JULIO CÉSAR NORA RUBIO. "RELATO SIAMÉS". PRIMER PREMIO. 3º Y 4º ESO. CURSO 2016-2017

EL LADO OSCURO DEL BIEN

Estaba tumbado en la cama de la tercera planta, mirando a través de los cristales como la Via Orifici de Milán se teñía del color cenizo de la noche. Había pasado la mañana en el box de urgencias, hasta que los calmantes que le habían suministrado consiguieron aminorar su dolor. Quizás esa noche podría dormir un poco. Fue entonces cuando el sonido de la manilla de la puerta, dando paso a la figura atlética del doctor que le había atendido, le devolvió a la fría habitación de la clínica.
––Tras las pruebas que le hemos practicado esta mañana, hemos detectado una anomalía. ¿Podría explicarme usted el origen de la cicatriz que tiene en el costado?
––Un accidente de tráfico siendo muy pequeño.
––¿Está usted seguro?
––Eso es lo que siempre me han dicho. Intuyo que tiene usted otra explicación, y desearía escucharla.
––Hemos observado en las radiografías que usted tiene tres riñones.
––¿Cómo dice?
––Eso es lo que yo esperaba que usted me pudiese aclarar. El hecho de esa anomalía junto con su cicatriz en el costado, me induce a que usted sea un gemelo, más concretamente siamés.
––No…no sé qué decirle doctor. Es lo primero que escucho al respecto. Pero, ¿es grave lo que tengo? ––Titubeó con una mezcla de miedo y desconcierto en la voz.
––En principio no. El hecho de que no se le haya detectado nada hasta ahora indica que sus riñones funcionan de manera correcta, independientemente de que tenga uno más que el resto de las personas; de hecho, el cólico que sufre no tiene relación alguna con ese tercer riñón, ya que no es un órgano completo, por lo que le tendremos esta noche en observación, y si todo continúa según lo previsto, mañana mismo podrá marcharse a su casa.
El médico se dio media vuelta y su bata blanca se perdió con el cierre de la puerta.

Alrededor de las once de la mañana, Giancarlo Carolini abandonaba la clínica de la Via Orfici agarrado del brazo de esposa, Francesca Tabanelli. El señor Carolini era un refutado abogado en Milán, de los mejores, hijo único de una familia bien posicionada… o eso había creído él siempre. Sin embargo, el parte médico le había hecho dar muchas vueltas en aquel duro colchón de la clínica, pensando quién era realmente, y por qué sus padres jamás le habían dicho nada acerca de que tenía un gemelo. Sin poder remediarlo, había nacido en lo más profundo de su ser, incontenible como la mayor de las tempestades, el irrefrenable deseo de dar con su hermano; y para ello sabía que primero debía someterse al arduo trabajo que supondría extraerle información a su madre, una mujer recta, de ideas firmes y muy poco dada a los sentimentalismos.

A la tarde siguiente, Bianca se presentó en el piso de la Via Giusseppe Mengoni de su hijo. Maquillada y con el pelo oscuro bien recogido, pasó, apoyándose delicadamente en su bastón, a través de un amplio corredor hasta el luminoso salón, donde, sentado en su sillón orejero, aguardaba Giancarlo. Sus gafas permanecían en el arco de su nariz aguileña, dirigiendo la mirada hacia su regazo, donde sostenía un ejemplar de “El nombre de la Rosa”.
La mujer se aproximó a su hijo, quien levantó la vista al percibir sus pasos. Los ojos aceitunados de ella parecían haber abandonado la frialdad de su carácter, y se difuminaban en ellos una especie de ternura maternal que pocas veces Giancarlo había visto.
––¿Cómo estás hijo? ––dijo preocupada, a la vez que tomaba asiento en uno de los sofás de piel.
––Algo mejor; aún tengo muchos dolores, pero el doctor me dijo que no debía preocuparme demasiado por ello. En veinte días aproximadamente habrá pasado todo.
––Me alegro mucho de que tan solo haya sido un susto. Por cierto, ¿dónde está Francesca?
––Está en su despacho, trabajando con su nuevo libro.
La mujer asintió. En ese momento, Giancarlo dio comienzo a su plan.
––Han descubierto que tengo tres riñones… y junto con la cicatriz del costado, el médico me comunicó que todo conducía que era siamés. ––lo soltó sin contemplaciones, y sin tan siquiera levantar la vista de las hojas del libro.
––Fue un accidente de tráfico. No lo recordarás porque eras un bebé, pero fue así.
––No, madre. A mí pudisteis mentirme durante toda la vida, pero el dictamen de la clínica no admite otro tipo de explicación. Será mejor que me cuente la verdad. ––retiró el libro con parsimonia y giró el cuello hasta clavar sus ojos en los de su madre. Entonces su voz se tornó piadosa. ––¿No crees que merezco saber quién soy?
––Siempre supe que este momento llegaría. Quise contártelo tantas veces, Giancarlo… mi conciencia me atormentaba, pero siempre había algo que me impedía hacerlo.
Los labios de Bianca empezaron a temblar, y dos lágrimas iniciaron el descenso por sus rugosas mejillas.
––Yo era incapaz de quedarme embarazada, y llevábamos años tras ello, de manera que tu padre y yo decidimos… ––su voz estaba quebrada, y un atisbo de vergüenza corría por ella–– adoptar un niño. Fuimos hasta el convento de las hermanas Benedictinas de San Antonio, donde estaba una tía de tu padre, y allí te encontramos a ti, hijo de una madre soltera. Tenías un hermano…no quise saber el nombre de aquella pobre criatura, pero tenía un aspecto muy demacrado y la madre superiora…–––apretaba los ojos con fuerza––– la madre superiora Filippa nos advirtió de que su salud era muy débil, sin duda debido a la operación para separaros; de ahí que tú tengas tres riñones.
Giancarlo escuchaba atónito, con un nudo en la garganta y otro en el estómago. La voz de Bianca se vio reducida a un hilo.
––Pudimos habernos llevado también a tu hermano, pero no lo hicimos… y os separamos.
Su hijo se puso en pie con cierta dificultad y abrazó a su madre.
––Necesito que me digas en qué lugar exacto me cogisteis.
––Fue en Florencia, en el centro… muy cerca de la catedral. Recuerdo que el hotel en el que pasamos la noche era el Benivieni, y estaba a pocos metros del convento.

Una hora más tarde, con los ánimos más calmados, y después de un café con pastas, Bianca se despidió de su hijo y Francesca llegó a casa.

Faltaban minutos para las once y media de la noche, y Giancarlo y Francesca estaban en la cama, hablando sobre lo que la madre de éste le había confesado.
––Cariño, necesito que me reserves un vuelo a Florencia para salir en cuanto el cólico haya remitido; tengo que dar con mi hermano como sea; sé que está en alguna parte.
––De acuerdo. Me gustaría mucho acompañarte, lo sabes bien, pero la editorial me exige el libro para poco más de un mes y voy mal de tiempo. Lo siento mucho.
––No te preocupes; te mantendré al tanto de lo que ocurra. Y gracias por todo, Francesca. ––Le susurró al oído antes de besarle con pasión en sus tiernos labios.

Era el día 20 de mayo, y veinticinco días después de ingresar en el box de urgencias de la clínica de Milán, Giancarlo Carolini embarcó en el avión con destino a Florencia.
Al salir del aeropuerto, un taxi le trasladó hasta la puerta del hotel Sina Villa Medici. Allí dio cuenta de una ostentosa cena, y ya en su cama, después de darse una ducha de agua fría, buscó en su teléfono el convento de San Antonio. Guardó la dirección de la referencia y se recostó para dormir.
Los rayos de sol de la mañana aporreaban ya al sueño de Giancarlo Carolini. Tardó en dormirse, pero sin duda, a las nueve de la mañana, se encontraba muy descansado. Se puso en pie y se enjuagó los ojos con el agua tibia del lavabo de mármol; acto seguido se enfundó su traje gris de Gucci y se anudó la corbata. Cogió la cartera y el móvil de la mesilla y lo llevó hasta el bolsillo interior de su chaqueta. Repasó con pulcritud la raya de su cabello canoso y salió por la puerta de su habitación.
Caminó a lo largo de la calle y pasó junto a la asombrosa catedral renacentista. Siempre había admirado esa época, sin duda la más próspera del país italiano, que bautizó a eminencias como Rafael, Miguel Ángel, Da Vinci o Brunelleschi entre otros. Absorto en todas esas ideas, se detuvo frente al convento de San Antonio, un edificio de tres plantas y de estética puramente renacentista.
Llamó con los nudillos a la puerta. Tres golpes. De inmediato se abrió y emergió tras ella una figura pequeña, envuelta en los característicos hábitos blanquinegros.
––Buen día. ––saludó una voz brillante––¿Qué desea?
––Me gustaría hablar con la madre superiora Filippa.
––Lo lamento mucho, pero nuestra hermana Filippa nos dejó hace cuatro años. ––dijo con voz quejumbrosa. ¿Qué desea?
––Mi madre biológica me abandonó en este convento junto con mi hermano, y mis padres me adoptaron a mí, aunque mi hermano se quedó aquí. Quiero saber que es de él.
––Se equivoca. ––torció su gesto y su tono se enfrío radicalmente. ––Eso nunca ha pasado aquí.
Sin más palabras que esas, y dando por finalizada la conversación, la novicia cerró la puerta.
Giancarlo quiso decir algo, pero se limitó a mascullar un improperio entre dientes. Regresó al hotel, donde, sentado en una de las mesas del bar, esperando a que el camarero le sirviese un Martini, llamó a su mujer.
––¿Qué tal ha ido, cariño? ––se interesó la siempre dulce voz de Francesca.
––Mal, muy mal. En el convento una de las monjas me ha dado con la puerta en las narices nada más preguntar por mi hermano. ––comentó indignado, en un tono de voz un tanto elevado, aprovechando que el bar estaba prácticamente vacío.
Entonces el camarero dejó la copa de su bandeja sobre la mesa y se retiró. Giancarlo continuó hablando por más de quince minutos mientras daba unos sorbos al Martini.
Estaba echándose la noche encima, permanecía sentado en su cama, en posición reflexiva, pensando en cómo podría avanzar ahora en la búsqueda de su hermano, cuando un papel se coló por debajo de su puerta. Con gran desconcierto la abrió, pero en el pasillo solo estaba esa alfombra azul turquesa. Desplegó la nota:
Puedo ayudarle con lo del convento. Acuda mañana a las 12:00 al número 37 de la Via dei Banchi.
No logró salir de su asombro hasta el momento en que, al día siguiente, se dirigía al lugar citado. Sabía que, fuera verdad o no, esa era su última carta.
Las circunstancias no dejaban de asombrarle. Custodiando la puerta del número 37 estaba el mismo camarero que le había servido el Martini.
––Ha venido. ––comentó a modo de saludo, dibujando una sonrisa gatuna en su cara; y averiguando la expresión de incredulidad en el rostro de Giancarlo Carolini–– No seré yo quien le ayudé a lo que sea que busque, sino mi tío, él vivió mucho tiempo en aquel convento. ––bajó un poco la voz–– escuché su conversación por teléfono y recordé todas las historias que mi tío me contaba de pequeño sobre el convento.
Giancarlo se limitó a asentir, acompañando el gesto levantando la mano, a modo de absolución. Los dos hombres subieron por las pequeñas escaleras hasta la segunda planta.
La puerta estaba entreabierta y pasaron al hall.
––Tío Tomasso, aquí está el hombre del que le he hablado. ––voceó hacia el salón. Se volvió a Giancarlo–– Yo me tengo que ir, aquí le dejo.
Cerró la puerta y se perdió escaleras abajo el joven camarero, y una voz osca le invitó a pasar. Frente a él tenía a un hombre entrado en años, sin apenas pelo en la cabeza y con una barba descuidada. Se sirvió una copa de limochello, encendió un pitillo y se sentó en un ajado sillón, invitando a Giancarlo con la mano a que hiciera lo mismo en el otro sillón.
––Mi sobrino me ha comentado que está usted interesado en mi historia––Inquirió.
––Me llamo Giancarlo Carolini y busco respuestas. Hasta donde yo sé de mi vida, mi madre nos dejó a mí y a mi hermano siamés en el convento de San Antonio, aquí. Le buscó a él. Nos separaron cuando me adoptaron y me llevaron a Milán.
––¿Usted es Giancarlo? Podría decirle que le conozco, recuerdo su caso. Su hermano Giacomo no pudo superar la operación ni, por supuesto, que lo adoptaran a usted. Yo era un adolescente más allí, en busca de alguien que nos salvara de aquel infierno.
Fue un duro golpe para Giancarlo, sus ojos se nublaron; él albergaba la esperanza de que su hermano estuviese vivo, aunque fuese en malas condiciones. Pese a ello, se recompuso y volvió a hablar.
––Me gustaría ver su tumba.
––Mucho me temo que eso será imposible. ––Tomasso dio una profunda calada y apuró su vaso; cerró los ojos, como si tuviera un profundo dolor interno. Su voz se rasgó.
Durante los quince años que viví en aquel convento, vi cosas que no se encuentran ni en el mismo infierno, se lo aseguro. Mal alimentaban a los niños, el dinero que se suponía que era para ayudarnos, lo utilizaban para su propio bien. Nosotros no éramos niños olvidados, sino hambrientos y con familias que nos querían…pero ellas decidían quienes vivíamos y quienes eran adoptados, quienes caerían en el olvido y quienes serían importantes, ellas que defienden la igualdad de todos ––soltó un largo suspiro. Aquello le dolía mucho; habían pasado más de cuarenta años, pero esa herida aún seguía abierta.
––Pero esto que me está contando es… es… sencillamente brutal, y totalmente perseguible, ¿qué ocurría con los niños que fallecían, por ejemplo, Giacomo?
––Eso no lo sé… sé que desaparecían en la misma noche y jamás sabíamos dónde podían estar, pero del convento no salían. Deben estar allí, y por su descanso final, los deberíamos encontrar.
Desde que salí de aquel convento no he vuelto a pisar una iglesia, ni a santiguarme y se me revuelve el estómago cada vez que veo a alguna monja por la calle. Y sé que, por fortuna, no todas obran de la misma manera, pero, ¿cómo puedo creer en un Dios que permite estas cosas? ¿cómo voy a confiar en ninguna clériga, si he visto a decenas de ellas dejando morir y enterrando niños con sus propias manos?

Giancarlo estaba mudo, y los vellos de su brazo, pues las mangas estaban arremangadas, parecían estacas. Tomasso abrió de repente los ojos, y aquel azul intenso se veía entorpecido por un rojo que amenazaba con comenzar a desbordar lágrimas.

Salió de aquel piso con la mayor impresión de su vida, no sin antes agradecerle el enorme esfuerzo al señor Tomasso. Estaba vivo por pura casualidad; perfectamente podía haber sido él quien hubiera quedado mal en la operación, y no su hermano, y hubiera sido él quien habría sufrido el trágico final que les brindaban aquellas monjas.
Sacó el teléfono de su bolsillo y marcó a un detective privado. Le puso al tanto de la situación de aquel convento y le exigió que llegara al final de todo, costase lo que costase. El dinero no le importaba lo más mínimo.
Llamó a su mujer y la avisó de que regresaría esa misma tarde a casa.
Ya en el hotel recogió sus maletas y se despidió del barman, que estaba trabajando.
Salió con su pequeña maleta, cuyas ruedas rebotaban en el empedrado de las calles.
Su sensación era extraña; sentía que, en cierta medida, impartiría justicia, y gente como Tomasso quedaría en paz, aunque, por otro lado, jamás conocería a su hermano, pues aquellos que defendían el bien en el mundo, se lo habían arrebatado.


Años más tarde:
HALLAN UN GRAN NÚMERO DE NIÑOS ENTERRADOS EN UNA FOSA COMÚN BAJO EL CONVENTO DE SAN ANTONIO, EN FLORENCIA.
Al menos 800 niños de entre 35 semanas de gestación y 10 años, fueron hallados en 20 cámaras distintas del antiguo orfanato de las monjas benedictinas del convento florentino de San Antonio.

(Adaptación de una noticia real)