Cuando
yo era niña soñaba en viajar a un mundo lleno de árboles, pero no
árboles cualquiera, estos no tenían ramas que van de un lado para
el otro con hojas verdes que se caen en otoño, estos eran...
En
una cálida tarde de verano, donde el sol calentaba las aguas de los
ríos que fluyen por la ladera y desembocan en una piscina natural,
estaba yo sentada en mi hamaca debajo de un árbol cualquiera viendo
como los niños disfrutaban de sus flotadores de plástico y
lamentándome de mi infancia perdida.
Pasaban
las horas y yo seguía en la misma posición. Ya notaba como el lado
derecho de mi cara se empezaba a quemar gracias al sol tan radiante
que estaba ese día, y decidí marcharme.
Al
llegar al cruce más próximo, el sol empezó a desaparecer tras unas
nubes negras que venían del este. Cuando me dispuse a mirar si
venían coches, un rayo cayó enfrente de mi y me nubló la vista.
Tras pasar cinco minutos de este magnífico fenómeno, recobré la
vista de nuevo y me dispuse a seguir. Ya no estaba en el mismo cruce
de antes, con ese sol tan luminoso escondido tras unas telas negras.
Me encontraba en el sitio menos esperado, en un lugar que estaba
siempre presente en mis sueños de pequeñita.
Se
caracterizaba por que los árboles no eran como los que te encuentras
plantados en la acera de tu calle, o en el parque, ¡no!. Estos no
tenían ramas que van de un lado para el otro con hojas verdes que se
caen en otoño, estos eran mucho más grandes y bonitos, con el
tronco de caramelo y en su parte más alta, un enorme algodón de
azúcar de diferentes colores.
En
ese momento no me creía nada de lo que mis ojos estaban viendo, pero
me picaba la curiosidad de subirme a uno de esos árboles y probar
ese delicioso y apetecible algodón.
Me
puse a mirar de un lado a otro a ver si encontraba algo donde subirme
para poder alcanzarlo, pero no veía nada, así que decidí
escalarlo.