La
luz salía por el horizonte, pero yo llevaba despierto ya muchas
horas. Caminaba en silencio con mi padre. Juntos pero solos. No
hablábamos, cada uno iba perdido en sus pensamientos. Yo, por mi
parte, imaginaba la nueva vida que tendríamos, la nueva casa, los
nuevos amigos. Mi padre caminaba cada vez más rápido, ya era casi
de día y tendríamos que detenernos. No era seguro caminar de día,
así que nos escondíamos y parábamos a descansar. A papá no le
gustaba descansar, decía que era una pérdida de tiempo, y que a ese
paso nunca llegaríamos a nuestra nueva vida, pero no podíamos
arriesgarnos a ser vistos, nos llevarían de vuelta a nuestro antiguo
hogar, donde no queríamos volver.
Llevábamos
muchos días caminando, perdí la cuenta en el día diez, porque no
estaba seguro si después del diez iba el once o el doce. El día
ocho cuando me dormí mamá todavía estaba con nosotros, pero el día
nueve, cuando me desperté, había desaparecido. Papá dijo que ella
ya había llegado a la nueva casa y a la nueva vida. Recuerdo que me
enfadé mucho, ¿por qué ella ya estaba allí? ¿por qué ella ya
había llegado y nosotros teníamos que seguir caminando? ¿por qué
no nos había esperado? ¿ya no nos quería? Tardé varios años en
darme cuenta de lo que en realidad había pasado.
En
aquel entonces era muy pequeño, pero aún así podía darme cuenta
de que papá estaba triste, aunque intentara disimularlo. Antes de
que mamá se fuera, papá nos contaba todas las noches una historia
mientras caminábamos, o tarareaba alguna canción que solía
escuchar, o simplemente me cogía la mano y sonreía. Después del
día nueve papá no volvió a hacerlo. Intentaba sonreír, yo le
sonreía de vuelta, pero volvía a poner su mirada triste en la
lejanía cuando creía que no miraba.
Era ya el momento de descansar. Papá
encontró un escondrijo muy agradable, un hueco entre dos rocas que
nos guardaba del viento helado y desde el que nos daba el sol. Ahí
no tenía frío. No quería irme de allí para seguir caminando en la
fría noche.
Aquel día, por primera vez desde que
empezamos el viaje, me atreví a preguntarle a mi padre cuál era el
lugar exacto al que nos dirigíamos. Él no me estaba mirando, no
podía ver su cara, pero tuve claro que lo había sorprendido. Estuvo
varios minutos en silencio y cuando se dio la vuelta pude ver que una
lágrima había recorrido su mejilla. Intentaba sonreír, pero yo,
con tan solo seis años que tenía por aquel entonces, ya me había
dado cuenta de que algo no iba tan bien como había querido creer
hasta ese momento. No dijo nada por un rato, solo me miraba,
intentando decidir si era o no buena idea contestarme. Cuando se
decidió a hablar, lo hizo con lágrimas en los ojos, pero con una
sonrisa de verdad, de esas que no había vuelto a poner desde el día
nueve. Dijo: “Nos dirigimos a una vida mejor.”
Después de eso no quiso hablar más,
pero yo me di por conforme, al menos por un tiempo.
Poco a poco fueron pasando los días,
cada vez hacía menos frío, pero yo no podía ver ningún avance. No
tenía un mapa y no podía ver a dónde nos dirigíamos, pero cada
vez estaba más convencido de que no llegaríamos a ninguna parte. El
paisaje iba cambiando lentamente. Cada vez había más vegetación y,
durante varias noches, caminamos a lo largo de un río. Habíamos
pasado tantas noches caminando que poco a poco iba olvidando mi
antigua casa. Los recuerdos se mezclaban con mis fantasías, y ya no
sabía si mi casa había tenido un asombroso tobogán desde mi
ventana o un terrorífico sótano con cascos y máscaras graciosas
que había que ponerse algunas noches. No podía recordar a mis
amigos, uno era muy gracioso, de eso estaba seguro, pero no podía
recordar si tenía o no la piel verde y unas pecas rojas muy
graciosas. Tenía una vecina a la que le gustaban mucho los animales,
sobre todo los perros, los dragones y los pájaros gigantes.
Muchos días después papá anunció
que habíamos llegado, y tenía razón. Detrás de una alta alambrada
había muchísima gente, todos estaban muy juntos y no parecían muy
contentos, pero había niños con los que podría jugar. Ninguno
tenía la piel verde y pecas rojas, tampoco había ninguna casa con
un tobogán enorme y nadie tenía de mascotas a dragones o a pájaros
gigantes, pero aquello era mucho mejor que lo que habíamos dejado
atrás.
Han pasado muchos años ya desde
entonces y hace tiempo que comprendí el motivo real por el que dejé
mi casa. Hay gente mala en el mundo que me arrebataron mi hogar y a
mi familia, pero también hay gente buena, que me ayudó a encontrar
mi nueva casa y que se convirtió en mi familia. Mi padre tenía
razón, nos dirigíamos a una vida mejor.