martes, 8 de mayo de 2018

CLARA MATEOS GUTIÉRREZ. "UNA VIDA MEJOR". PRIMER PREMIO. 3º Y 4º ESO. CURSO 2017-2018



La luz salía por el horizonte, pero yo llevaba despierto ya muchas horas. Caminaba en silencio con mi padre. Juntos pero solos. No hablábamos, cada uno iba perdido en sus pensamientos. Yo, por mi parte, imaginaba la nueva vida que tendríamos, la nueva casa, los nuevos amigos. Mi padre caminaba cada vez más rápido, ya era casi de día y tendríamos que detenernos. No era seguro caminar de día, así que nos escondíamos y parábamos a descansar. A papá no le gustaba descansar, decía que era una pérdida de tiempo, y que a ese paso nunca llegaríamos a nuestra nueva vida, pero no podíamos arriesgarnos a ser vistos, nos llevarían de vuelta a nuestro antiguo hogar, donde no queríamos volver.

Llevábamos muchos días caminando, perdí la cuenta en el día diez, porque no estaba seguro si después del diez iba el once o el doce. El día ocho cuando me dormí mamá todavía estaba con nosotros, pero el día nueve, cuando me desperté, había desaparecido. Papá dijo que ella ya había llegado a la nueva casa y a la nueva vida. Recuerdo que me enfadé mucho, ¿por qué ella ya estaba allí? ¿por qué ella ya había llegado y nosotros teníamos que seguir caminando? ¿por qué no nos había esperado? ¿ya no nos quería? Tardé varios años en darme cuenta de lo que en realidad había pasado.
En aquel entonces era muy pequeño, pero aún así podía darme cuenta de que papá estaba triste, aunque intentara disimularlo. Antes de que mamá se fuera, papá nos contaba todas las noches una historia mientras caminábamos, o tarareaba alguna canción que solía escuchar, o simplemente me cogía la mano y sonreía. Después del día nueve papá no volvió a hacerlo. Intentaba sonreír, yo le sonreía de vuelta, pero volvía a poner su mirada triste en la lejanía cuando creía que no miraba.
Era ya el momento de descansar. Papá encontró un escondrijo muy agradable, un hueco entre dos rocas que nos guardaba del viento helado y desde el que nos daba el sol. Ahí no tenía frío. No quería irme de allí para seguir caminando en la fría noche.
Aquel día, por primera vez desde que empezamos el viaje, me atreví a preguntarle a mi padre cuál era el lugar exacto al que nos dirigíamos. Él no me estaba mirando, no podía ver su cara, pero tuve claro que lo había sorprendido. Estuvo varios minutos en silencio y cuando se dio la vuelta pude ver que una lágrima había recorrido su mejilla. Intentaba sonreír, pero yo, con tan solo seis años que tenía por aquel entonces, ya me había dado cuenta de que algo no iba tan bien como había querido creer hasta ese momento. No dijo nada por un rato, solo me miraba, intentando decidir si era o no buena idea contestarme. Cuando se decidió a hablar, lo hizo con lágrimas en los ojos, pero con una sonrisa de verdad, de esas que no había vuelto a poner desde el día nueve. Dijo: “Nos dirigimos a una vida mejor.”
Después de eso no quiso hablar más, pero yo me di por conforme, al menos por un tiempo.
Poco a poco fueron pasando los días, cada vez hacía menos frío, pero yo no podía ver ningún avance. No tenía un mapa y no podía ver a dónde nos dirigíamos, pero cada vez estaba más convencido de que no llegaríamos a ninguna parte. El paisaje iba cambiando lentamente. Cada vez había más vegetación y, durante varias noches, caminamos a lo largo de un río. Habíamos pasado tantas noches caminando que poco a poco iba olvidando mi antigua casa. Los recuerdos se mezclaban con mis fantasías, y ya no sabía si mi casa había tenido un asombroso tobogán desde mi ventana o un terrorífico sótano con cascos y máscaras graciosas que había que ponerse algunas noches. No podía recordar a mis amigos, uno era muy gracioso, de eso estaba seguro, pero no podía recordar si tenía o no la piel verde y unas pecas rojas muy graciosas. Tenía una vecina a la que le gustaban mucho los animales, sobre todo los perros, los dragones y los pájaros gigantes.
Muchos días después papá anunció que habíamos llegado, y tenía razón. Detrás de una alta alambrada había muchísima gente, todos estaban muy juntos y no parecían muy contentos, pero había niños con los que podría jugar. Ninguno tenía la piel verde y pecas rojas, tampoco había ninguna casa con un tobogán enorme y nadie tenía de mascotas a dragones o a pájaros gigantes, pero aquello era mucho mejor que lo que habíamos dejado atrás.
Han pasado muchos años ya desde entonces y hace tiempo que comprendí el motivo real por el que dejé mi casa. Hay gente mala en el mundo que me arrebataron mi hogar y a mi familia, pero también hay gente buena, que me ayudó a encontrar mi nueva casa y que se convirtió en mi familia. Mi padre tenía razón, nos dirigíamos a una vida mejor.